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roberto zucco

Empezar a ser lo que soy (1)

Empezar a ser lo que soy (1)

 “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.

 

             Jorge Luis Borges

(“Biografía de Tadeo Isidoro de la Cruz”).

 

Como he tratado de explicar, la ruptura con mi novia oficial fue debida a la lejanía que poco a poco se fue creando entre nosotros. Esta situación se fue agigantando con el paso del tiempo, por cuestiones de índole intelectual y política, pero yo creo que las fundamentales fueron de orden estrictamente vivencial. Con ella me aburría por el día, pero las noches, sin ella, eran otra cosa. Eran el espacio en donde lo lúdico y lo intelectual se juntaban con una especie de extraña naturalidad, gracias a la presencia en mi vida de unas personas con las que compartía, y de qué modo, el mismo o parecido sentido de la existencia. Estoy hablando de Alvarito y de Chuchi, y en un plano un poco más lejano de Eugenio, Antonio y Jesús V.

 

Los dos primeros habían sido compañeros de jesuitas. Alvaro era un chico alto y desgarbado, muy inteligente, que estudiaba matemáticas, pero que sin embargo poseía también el frecuente hábito de la lectura. Chuchi había sido compañero de clase y de gamberradas. A ambos les unía la circunstancia casual de que vivían en el mismo bloque, muy cerca también de la calle María Lostal, donde yo seguía compartiendo piso con mis padres. Nuestra relación durante aquel periodo era diaria, y esperábamos impacientes a que anocheciera para concertar la cita habitual y perdernos por nuestros lugares favoritos hasta altas horas de la madrugada. Con ellos vivíamos, pero de manera francamente intensificada esa costumbre de trasnochar que empecé a cultivar en los últimos años del bachillerato. Eugenio y Antonio eran compañeros míos de Facultad, estableciéndose un puente de diversión y de ideas que en algunos momentos era realmente insuperable.

 

Y es que nos lo pasábamos francamente bien, y recuerdo aquellas noches como uno de los periodos más divertidos y creativos de mi vida. Los tres compartíamos muchas cosas: sentido del humor, gusto por la lectura, tendencia al insomnio y gusto por la bebida. Todo un cóctel que conseguía que las horas se nos pasaran volando.

 

Pero no sé cómo aparecieron “las vascas”, que eran amigas de Mercedes, la chica de Vitoria con la que yo había hecho aquellas primeras obras de teatro en el Teatro Universitario. Además de ella, estaban Begoña, Carmen O., y, en un segundo término, Carmen C. y algunas otras de cuyos nombres no logro ahora acordarme. Para colmo de  coincidencias, su piso de estudiantes, que fue durante mucho tiempo nuestro centro de operaciones, estaba en Madre Vedruna, es decir, en un punto medio entre los edificios en donde nosotros, la parte masculina de la pandilla, vivíamos respectivamente.

 

Se puede decir que aquellas chicas eran nuestro correlato femenino. Es decir, compartían con nosotros ese extraño punto medio entre la bohemia y el compromiso que para los demás era habitualmente inaccesible. Entre nosotros nació una relación nocturna, amistosa y profundamente lúdica, que iba a durar dos o tres años.

 

La verdad es que solíamos beber bastante y el alcohol fue la única droga que consumíamos de forma grupal. Creo que su consumo es bastante peligroso, es absurdo negarlo, y más cuando éste se convierte en un hábito diario de relación con el mundo. Por las informaciones que me han ido llegando al cabo de los años, sólo Mercedes ha tenido algún problema especial con ese asunto, pero yo creo que la razón hay que buscarla no sólo en la cantidad de litros de uno termina bebiendo, o la desigual resistencia de los organismos, sino en factores también relacionados con la forma de ser de las personas. Mercedes bebía como nosotros, ni más ni menos, pero creo que, al final, la bebida ocupaba un lugar central en su existencia y para nosotros era sólo un mecanismo peligroso de relación.

 

Siempre me ha gustado beber, precisamente porque jamás he dependido de la bebida. Las veces que he bebido no ha sido para olvidar nada, sino más bien para todo lo contrario: para subrayar lo que estaba viviendo. Alcohol y alegría han sido compañeros habitualmente inseparables, y, por si fuera poco, he tenido la inmensa suerte de poseer un hígado que me avisa frecuentemente, incluso con un cierto margen, dónde se encuentra el límite que está dispuesto a tolerar. Creo que en este asunto he sido cauto e incluso calculador, y que en muchas ocasiones he bebido menos de lo que parecía que estaba bebiendo porque, en íntima relación con mis vísceras, me he dejado las copas a medias mientras que los demás se las bebían hasta la última gota.

1 comentario

Rutero -

Esta actividad lúdico-alcohólica me recuerda un proverbio del infierno de William Blake que dice: nuca sabrás que es suficiente hasta que no sepas que es "más que suficiente". Por cierto, magnífico ese fotograma de "La noche de la iguana".