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roberto zucco

Teatro

Fernando

Fernando

Para mi fiel y querida Amaltea.

Llego a Madrid y un taxi me deja en breves minutos en los aledaños de la plaza de Santa Ana. Vengo para despedirme de mi amigo Fernando Fernán Gómez y para decirle a Emma Cohen lo mucho que la quiero.

  

En la puerta del Teatro Español se aglomeran los periodistas y los vehículos de los diferentes medios de comunicación. Es un gran montaje que da idea de la gran popularidad de Fernando. En el interior hay mucha gente en el patio de butacas, perdidos en sus propias reflexiones y en un océano de susurros. Gente que piensa, que habla bajito, mientras por la megafonía se escuchan algunos tangos de Carlos Gardel. La penumbra es envolvente y todo tiene un aire de puesta en escena entrañable y calculada: el ataúd, en medio de la escena, y una enorme foto de Fernando presidiendolo todo. Huele a flores y a respeto profundo. Yo voy directamente hacia donde está Emma que me mira un poco perdida, “obtusa”, como ella misma confiesa bromeando. Esta mujer tiene fuerzas para todo, pero hoy la veo muy cansada, con unas enormes ojeras. Me presenta al médico que por lo visto ha estado al cuidado de Fernando hasta el último momento. Le acaricio la cara. Me pide que me siente a su lado y ella desaparece al poco rato. Desde allí, a pocos metros del féretro, veo a las personas que entran y salen y escucho sin proponérmelo las conversaciones: todos hablan del magisterio de actor fallecido.

Aquí hay tristeza, pero también, no sé cómo expresarlo, hay alegría, incluso sentido del humor.

  

Cerca de mí, sentados también en las sillas dispuestas a ambos lados del escenario, están, entre otros, Paco Algora, Julieta Serrano, Tina Sainz y Nuria Espert, que acaban de leer unos poemas. También están Massiel, Carmen Calvo, el Presidente del Senado, José Luís Alonso de Santos, etc. Gente anónima y gente muy conocida que han venido a lo mismo: a despedirse del último maestro de verdad de los escenarios españoles.

  

El féretro está recubierto de una bandera roja y negra. Fernando fue toda su vida un anarquista vocacional, y este último homenaje a sus principios me parece que contiene mucho de desafío a lo políticamente correcto. Emma luce una sonrisilla que no puede ocultar su inmenso cansancio. Ayer mismo me mandó un mail en donde me anunciaba la inminencia de la muerte.

  

Desde mi silla recuerdo el día en que los conocí a los dos, en su casa de las afueras de Madrid, y en lo amables, hospitalarios y buenos que siempre fueron conmigo a partir de entonces. En el viaje he podido leer diversas crónicas sobre la vida y la obra de Fernando que me descubren facetas que yo no conocía demasiado bien. En alguna crónica sale mi nombre, porque tengo el honor de haber sido la persona que convenció a Fernando para que dirigiera teatro después de llevar más de veinticinco años sin hacerlo. Con esa obra, de la que Fernando también era autor, consiguió un Premio Max de las Artes Escénicas que tuve también el honor de recoger en su nombre. La estatuilla estuvo en mi poder varios meses hasta que se la llevé y nos tomamos unos whiskis y unos tacos de tortilla de patata que estaban inmensos, como siempre.

  

Me saludan varios amigos y conocidos, y como Emma no aparece, me voy discretamente sin despedirme de nadie. Cuando salgo a la calle veo que se mantiene la aglomeración de los periodistas. Madrid está agitado: me encuentro a Felipe González en la puerta del Hotel Palace de donde sale para meterse en un coche oscuro. A pocos metros se prepara una manifestación antifascista. Cientos de jóvenes con un aspecto inequívoco antisistema deambulan por las inmediaciones del Museo del Prado y la estación de Atocha. Me viene este pensamiento a la cabeza: ¿Cuántos de ellos conocerán “Las bicicletas son para el verano”? La policía nacional está pertrechada con todos los artefactos para la ocasión. El día está soleado y yo me voy de esta ciudad con la inmensa tristeza de saber que nunca más veré la desgarbada figura de Fernando, ni oiré su voz maravillosa, riéndose con mis gracias. Esa voz inconfundible con la que contaba infinitas anécdotas de su larga trayectoria, verdaderas lecciones de las que he intentado aprender siempre.

Lecciones gratuitas pero, al mismo tiempo, impagables. Y pienso que haberle conocido ha sido una de las mejores cosas que me han pasado en la vida.

Marceau

Marceau

En la tercera edición del extinto Festival de Teatro de Zaragoza, tuvimos la oportunidad de oro de traer al Teatro Principal, entre otras grandes artistas y compañías internacionales, a Philipe Caubere, protagonista de “Molière”, la película de Ariane Mnouchkine, al Berliner Ensemble, que era la primera vez que visitaba España, al Piccolo Teatro de Milán, con Ferrucio Soleri a la cabeza, y a Marcel Marceau, el gran mimo francés que ha muerto hace apenas unos días en París. Fue una edición memorable, que el público respaldó con una afluencia masiva y con la que pretendíamos presentar diversas estéticas ya asentadas en el panorama europeo de las artes escénicas.

  

Era Junio de 1982, Marcel Marceau tenía entonces 59 años y ya había quien bromeaba con su longevidad y con su teórica falta de recursos físicos para mantenerse encima de un escenario. El día de su presentación había, sin embargo, una expectación extraordinaria, y pasaron muy pocos minutos para que todo el mundo nos diéramos cuenta de dos cosas: este hombre se encontraba en plena forma, por una parte, y su presencia seguía siendo conmovedora, divertida y muy hermosa, por otra. Hora y media duró aquella exhibición de talento escénico, mostrado fundamentalmente a través de ese personaje “Bip”, que había creado en 1947, extraído de “Las grandes esperanzas”, de Dickens, y que él en algún lugar había definido como una especie de “don Quijote que se bate con los molinos de la vida actual”.

  

Con él tuve dos encuentros en apenas unas horas. El primero tuvo lugar en el llamado Salón de Té, del Teatro Principal, en una especie de rueda de prensa previa a su actuación organizada en colaboración con la Escuela Municipal de Teatro. Allí mostró un cierto punto de insolencia: nada parecía gustarle, ni la disposición de las sillas, ni la hora en que se realizó, ni el carácter de algunas preguntas. Pero al día siguiente tuve la oportunidad de pasear con él por las calles de Zaragoza. En la corta distancia me pareció otro hombre. Aproveché para conocer de primera mano aspectos de la estela que había dejado en él Charles Chaplin, a quien admiraba desde niño y con quien coincidió una sola vez. En realidad había mucho de “Charlot” en ese desvalido héroe que defendía a los débiles y se entretenía abriendo flores en mitad de un jardín que solo existía en nuestra imaginación de espectadores.

  

Hablamos también  de la personalidad de Jean Louis Barrault, en cuya compañía estuvo a lo largo de mucho tiempo, y con el que hizo varias colaboraciones memorables, entre ellas en la película “Les enfants du Paradis”, que en 1945 ambos rodaron bajo las ordenes de Marcel Carné y en donde coincidió con una Maria Casares espléndida. Hubo mucho tiempo también para hablar también del maestro directo de ambos, Ettiene Decroux, en cuya escuela aprendió gran parte de una técnica que el paso del tiempo había ido elaborando y que los zaragozanos teníamos ahora la ocasión de disfrutar.

  

 Pero lo que más recuerdo de aquellas horas en las que nos dimos una vuelta por los alrededores de La Seo y nos comimos unas gambas que le volvieron literalmente loco en “Belanche”, fue su profunda admiración por Goya, y su exhaustivo conocimiento sobre la guerra civil española de la que me dijo que representaba para él un paradigma del horror y que incluso le había inspirado un texto que desconozco si finalmente terminaría publicando. La guerra y el fascismo eran temas que oscurecían su paleta de pintor de caracteres. No en vano, cuando apenas contaba con quince años, él y su familia abandonaron Francia huyendo de los nazis, como muchos otros practicantes de la religión judía.

  

Me habló mucho de su propio arte, del mimo, que él contribuyó como nadie a actualizar y a mantener vigente en el siglo XX. Se sentía modestamente heredero de una gran tradición teatral considerada siempre como menor en relación a los géneros clásicos representados por el teatro de texto. El había dignificado y elevado a los altares de las mejores y más exigentes citas artísticas del calendario anual de muestras y festivales de todo el mundo ese lenguaje basado en el silencio y en el gesto.

Hace poco leí unas declaraciones suyas en un periódico español: “El arte del mimo es el grito desgarrado del alma entre el bien y el mal con la esperanza de que el bien sea mayoritario”. Es exactamente el resumen que yo saqué de sus palabras de aquella tarde de verano en Zaragoza.