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roberto zucco

Literatura

Ha muerto Angel González

Ha muerto Angel González

Otro tiempo vendrá...

... distinto a éste.
Y alguien dirá:
"Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas".
Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.

Adiós Cataluña

Adiós Cataluña

Llevo varios días sin escribir nada, acribillado a reuniones y viajes cortos. Pero he leído un libro excelente: “Adiós, Cataluña”, de Albert Boadella, director teatral, fundador de Els Joglars, hombre polémico y significado, significadísimo en el antinacionalismo catalán, y amigo mío. Reposaba en la mesilla de noche y por fin le ha tocado el turno.

  

Me parece un libro memorable, escrito desde el despecho, la tristeza, la ternura, el humor y, siempre, en todas y cada una de sus páginas, desde la inteligencia. Está dividido en dos tipos de capítulos: los que Albert dedica al amor, y que se centran en su convivencia con Dolors Caminal, su mujer desde hace más de treinta años, y los que dedica a la guerra, es decir, a este conflicto con la tribu catalana de la que él ha decidido finalmente excluirse, teóricamente vencido.

  

Los capítulos del amor son una delicia. Yo conozco también a Dolors, pero menos que a Albert. Siempre me pareció una mujer sutil, cultivada e inteligente, con la misma sonrisa amable tanto si estamos comiendo en un buen restaurante o visitando unas obras, con barro hasta las orejas. He visto pocos cuadros suyos, pero los que he visto me parecen como ella: elaborados, sinceros y de una gran técnica, realizados con una aparente sencillez pero poseedores de una evidente complejidad que no abruma, sin embargo, a quien los observa. Es una mujer de apariencia frágil, pero rotunda, firme y exacta en sus apreciaciones. Albert va mostrando estas y otras capacidades, y la presenta como una especie de milagro en su vida, que ha sido plácida y feliz, a pesar de los pesares, gracias en buena medida a vivirla a su lado. Emplea adjetivos tiernos y generosos para describirla, subraya alguna de sus metódicas costumbres diarias y, en definitiva, nos describe una historia de amor, que encierra mucha dosis de satisfactoria cotidianeidad: los desayunos con mermeladas, las flores en casa, los detalles que para algunos serían superfluos pero que para esta pareja afortunada son, sobre todo, síntomas de un tipo de refinamiento irrenunciable. Yo sabía que se querían, lo que no sabía es que se querían tanto y tan bien.

  

La guerra. Ahí encontramos mucha tristeza, mucho sorbo amargo. Mucho de todo esto, porque yo sé que Albert nunca hubiera querido escribir estas páginas. Hace veinticinco años me dijo que se sentía feliz de saber hablar y escribir en las lenguas de Plá y de Valle Inclán. Yo pensé mucho entonces en aquella frase y me ha servido de antídoto siempre para contrarrestar el veneno ideológico de muchos queridos amigos catalanes y vascos, que lo son y lo serán siempre, y que no piensan como Albert. Esos grandes amigos con los que dejé de hablar seriamente hace tiempo de este tipo de cuestiones, por temor a perderlos y a que me pierdan por el camino.

  

Albert, como es público y notorio, denuncia una situación de opresión cultural, lingüística y política nacionalista, que viene del pujolismo y al que, en su opinión, Pasqual Maragall no puso en su momento el freno que debiera y que él esperaba. La desgracia de su diagnóstico es que la culpa no es ya solo de unos políticos que ejercen una suerte de interesada y corrupta dictadura, sino de una ciudadanía pesebrista, contaminada, cómplice, y con las facultades mentales ya demasiado erosionadas por tan prolongada sumisión. Por eso dice que se va, por eso se ha ido. El cáncer está ya demasiado extendido.

  

Pero claro, Albert es por convicción vocacional el hombre que en este país más y mejor ha desarrollado la capacidad de morir matando, y de tocar sabiamente los cojones. Son memorables las líneas que dedica a relatar sus pequeñas e inteligentes travesuras, auténticos perdigonazos en la piel del dinosaurio. Para el que no lo sepa, diré que un perdigonazo con sal escuece una barbaridad. A mí me dieron uno en el culo cuando era niño y todavía me acuerdo de sus efectos. Pues bien, esas cartas endiabladas, esas bromas salvajes, tal vez sean  munición pequeña comparada con los misiles de largo alcance que el poder emplea, con su ejército de profesionales de la cosa, entre los que Albert destaca a los periodistas de Cataluña, excluyendo a muy pocas excepciones. Pequeña pero dolorosísima. Y este señor no se ha privado jamás de utilizarla.

  

Por último, una reflexión. Yo creo que este libro sería insoportable para muchos de los que él denigra si algún día llegaran a leerlo, algo más que improbable. Independientemente de argumentos y razones, lo que le sacaría de quicio, por ejemplo, a un alcalde medio listo de Esquerra Republicana no es tanto la teoría contraria que en él se expone y desmenuza, sino la convicción de que quien lo ha escrito es un hombre feliz y enamorado, millonario y triunfador reconocido e indiscutible en su profesión.  Un hombre que le puede mandar a la mierda porque para nada necesita de sus favores, subvenciones y prebendas para seguir viviendo, desayunando y trabajando. Un hombre libre que, finalmente, se la sudan los idiotas.

  

Por eso se va, como ya hizo un día literalmente, enseñándoles metafóricamente el culo.

 

Francisco Umbral

Francisco Umbral

Para mi amiga Iris: un placer verla y compartir coreografías aburridas. Con ella lo son mucho menos.

  

Durante estas semanas se ha escrito mucho sobre Francisco Umbral en periódicos y revistas, y también aquí, en el mundo de los blogs, a pesar de que a este hombre le ha pasado lo peor que le ha podido pasar: morirse al mismo tiempo que un futbolista en el campo de fútbol, fenómeno que nos conmueve a la mayoría de una manera tan extraordinaria y mediática, que eclipsa el brillo de otras muertes. La muerte de Umbral pasó desapercibida en proporción a la de Antonio Puerta, lateral del Sevilla, que tuvo toda la emoción, el morbo, e incluso el “interés científico” suficiente para dejar en un segundo plano, casi imperceptible para muchos, la de uno de los escritores e intelectuales más relevantes del pasado siglo XX. Pero eso a Umbral le hubiera parecido completamente normal, tan atento como estuvo a la prosa de la vida, a los líos con Hacienda de Lola Flores, o al en cierto momento previsible regreso a los andamios de David Bustamante. Porque pocos personajes públicos han sabido estar más cómodos entre lo sublime y lo chabacano como este hombre a lo largo de las últimas décadas.

  

He leído bastante y muchos de esos reportajes, y hay una especie de idea/ resumen que sintetiza casi todo lo dicho y oído: Umbral era un gran escritor pero un controvertido personaje, que, como tal, generaba pocas simpatías, cada vez menos. En la memoria pesa demasiado aquella entrevista que le hiciera Mercedes Milá hace unos años en la que él reclamaba hablar de “su libro” a toda costa y menos de los temas que iban saliendo sobre la mesa. Ese “yo he venido a hablar de mi libro” terminó convirtiéndose en un chascarrillo muy popular y probablemente definitivamente creador de la imagen de un hombre caprichoso, malhumorado, vanidoso y autoritario. Un hombre que, como él reconoce en su último libro “Amado siglo XX”, se encontraba realizando un “largo viaje a la derecha” y me temo que también hacia una especie de soledad muy premiada y reconocida, pero soledad al fin y al cabo.

  

Pero para mí, la imagen de Umbral, independientemente de que ideológicamente cada vez lo he ido notando más lejano, menos representativo de mi propio mundo interior, está indisolublemente asociada a los amaneceres del comienzo de mi despertar personal, intelectual y político a la vida, cuando después de mis noches de juerga, me precipitaba hacia la habitual cafetería Imperia de Zaragoza, con el periódico en la mano, para leer de manera especialmente ávida los deportes y su columna diaria. Esa columna que, como género literario, tanta tradición tenía en el periodismo francés y español, y que él en ese momento (finales de los setenta) le confería una nueva inyección de interés y calidad. En esa columna, recuerdo que situada en la contraportada del Heraldo de Aragón, como en la de otros periódicos de provincias, se escribía de todo, pero de una manera siempre deslumbrante. Allí ya estaban las principales virtudes literarias del autor: dominio y conocimiento absoluto del lenguaje, tendencia a la brillantez y a la paradoja, utilización de las metáforas inesperadas, sabia dosificación de lo culto y lo coloquial, adjetivación exacta y al mismo tiempo sorprendente, etc. Merecía la pena trasnochar y esperar la fantasmal aparición de los primeros vendedores de la prensa para poder leer esta columna diaria de Francisco Umbral, porque a través de ella conocí las columnas de otros periodistas escritores de los que él mismo se confesaba discípulo, entre los cuales destacaban Azorín, Eugenio D´Ors, y naturalmente César González Ruano. Probablemente yo le debo a Umbral, como ahora a Paul Auster y a Fernando Savater, su capacidad para motivar en mi la necesidad y gusto de leer a otros escritores de los que ellos se sienten herederos, discípulos o simples admiradores. Así he conocido a Montaigne, Chateaubriand, Sciascia, e incluso al propio Jorge Luis Borges.

  

Después, la columna de Umbral me llevó hasta sus propios libros. He leído muchos libros de Umbral (me he dado cuenta precisamente ahora con el traslado al nuevo piso), y la memoria hace que yo seleccione mentalmente algunos y me haya olvidado de otros: recuerdo bien,  por ejemplo,  “Las ninfas”, “Travesía de Madrid”, o la gozosa lectura de “La leyenda de un César Visionario”, biografía novelada de Franco que me conmovió, y de la que me aprendí de memoria sus cuatro primeras líneas: “En un Burgos salmantino de tedio y plateresco, en una Salamanca burgalesa de plata fría, Francisco Franco Bahamonde, dictador de mesa camilla, merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte”. Recuerdo también, porque lo leí en mi etapa universitaria y con fines pedagógicos, un estudio/biografía que me pareció magnífico sobre Valle Inclán, otro de sus iconos, y que, además de explicarme la vida y la obra del escritor gallego, me sirvió para entrar en la de Quevedo y Larra, pues Umbral, un auténtico conocedor de la literatura española, desde el principio estableció que entre los tres formaban la línea medular de la selección española del pensamiento crítico.

   

Singular recuerdo tengo de su “Diccionario de Literatura, España 1941-1993”, un libro que fue criticado por su indisimulada parcialidad, defecto/virtud que era precisamente lo esencial en él. Consciente de que esas críticas iban a producirse, Umbral había escrito en su prólogo: “Este libro es un encargo. En la profesión de escritor se principia haciendo encargos por necesidad y se termina haciendo encargos por vanidad. Quiere decirse que uno ya solo cree, más o menos, en los libros de encargo. Mejor que tener inspiración es tener encargos”. Líneas más abajo, Umbral diseccionaba la literatura española y la dividía en “casticista” y “babelista”, estableciendo que la mejor es la que participa de ambos conceptos: “el que solo es casticista (García Serrano) o solo es babelizante (los angloaburridos) es un baldado intelectual, un autolimitado, un autor plano, a la larga”.

  

Ni que decir tiene que estos “baldados” fueron los que más se cabrearon con el autor de un diccionario, cuyo autor renunciaba expresamente a pedir perdón por sus voluntarias arbitrarieadades. Porque inteligente hasta la exasperación, subjetivo hasta la fatiga, Umbral decidió prescindir en ese libro de nombres relevantes de la literatura española con los que él personalmente no se llevaba bien, incluir  términos como “Coño”, “Whisky”, “Mierda” o “Ruta del Bakalao”, e introducir nombres tan discutibles en una obra de esta naturaleza como el de Agatha Ruiz de la Prada, de la que escribió: “Barcelona. Diseñadora, modista, arquitecto, mujer inquieta, bella y creativa. Su prosa cultiva un naïf muy logrado, casi auténtico. Toda ella es literatura, aunque no lo sabe. En su mesilla de noche he visto un tomo de Proust”. Por último, algunos de los incluidos hubieran preferido ser ignorados. De Fernando Arrabal decía: “Arrabal no se ve obligado a exiliarse de la dictadura por lo que escribe, sino que se exilia para escribir. Para escribir que se ha exiliado”. De Leopoldo Alas, nieto de Clarín, escribía: “de noche suele salir con mamá, lo que le hace un eterno hospiciano de la literatura. También practicaban madres los Panero y los Haro”.

  

Ese era el Umbral iconoclasta que tanto me divertía y tanto me enseñó siempre, un escritor que se fue yendo a la derecha, y que se fue ensombreciendo personalmente a golpe de mala leche, de bufandeo y de exabrupto solipsista. En sus recientes memorias introduce el término sartriano “escribir contra uno mismo”, algo que me llamó la atención y que entendí como una explícita despedida. Le admiré mucho, lo detesté como todos, y lo recordaré aplaudiendo detrás de mi entre el público que veía “la Velada en Benicarló”, de Manuel Azaña, en el Teatro Bellas Artes de Madrid, cuando un espectador gritó “Viva la República” después de la función que había dirigido José Luís Gómez y que protagonizaba José Bódalo.

De “Amado siglo XX” me quedo con estas frases que me parecen un buen resumen de su postura persona e intelectual:

“Escribo y escribo. Me deleito en mi prosa esperando que llegue la página fundamental, única, sincera. Escribir es un bello oficio si se escribe así. Cuando se escribe por llenar folios se está moviendo la industria tipográfica, pero nada más”.

Leer como necesidad

Leer como necesidad

Cuando las moléculas del cuerpo humano necesitan proteínas el estómago en concreto te solicita un filete de ternera. Entras en un restaurante y ya sabes lo que vas a pedir, incluso parece como que alguien –tu propio organismo- decidió ya el menú cuando doblaste la esquina. 

Esto es así y subraya nuestro enorme componente bioquímico. Estamos hechos de lo que estamos hechos, y por mucha poesía que le pongamos a la vida y creamos en la autonomía de la esfera espiritual, las mezclas químicas, las secreciones internas, esa prosa oscura y secreta compuesta de humedades y corrientes interiores, determina en gran medida nuestra realidad física, intelectual y afectiva.

Cuando hace años me abandonó una novia y yo andaba sumido en la melancolía más profunda, un amigo que a la sazón estudiaba Medicina me dijo que no me preocupara demasiado, que el dolor producido por el abandono de aquella ingrata adolescente estaba regulado finalmente por la secreción de una hormona de cuyo nombre no me acuerdo (de la ingrata sí: Irene...), que, como todas las secreciones, tenía fecha de caducidad. No me gustó la idea de estar tan “prederteminado”, pero cuando se me pasó la pena le agradecí mucho a la hormona que las cosas ocurrieran dentro de mí de este modo. 

Algo así debe pasar con otros aspectos de nuestra existencia. Yo, por ejemplo, he estado un año sin leer un libro. Y de esta particularidad soy el primer gran sorprendido. La achaqué a dos posibles causas. La primera podía tener relación con una especie de saturación, un empacho de literatura. Debo confesar que siempre fui un buen lector, pero nunca un lector metódico. Unos libros me llevaron a otros y así sucesivamente, y pocas veces, ni cuando en la Universidad me obligaban a ello, dediqué mucho tiempo seguido a una temática concreta. Al revés, de una novela pasé a una obra de teatro, y de ésta a una autobiografía, a un libro de poemas o a un libro de recetas culinarias, llevado más por el azar y las necesidades de orden práctico que por el rigor intelectual o el afán de culminar un estudio específico.

La segunda causa podía tener relación con la realidad de mi vida. Es decir que, por diferentes razones, no he tenido tiempo ni disposición anímica en este último periodo para enfrentarme a las páginas de un nuevo libro.  

Aunque algo de verdad debe haber en las dos teorías, la principal creo que no está ahí. La principal es que no tenía ganas de leer porque sencillamente no necesitaba leer libros. Y de pronto he necesitado volver a leer. Alguien dirá: claro, es que ahora ya te ha bajado la digestión de los libros leídos anteriormente... y dispones de más tiempo y más tranquilidad para leer… Y seguramente tendrán razón quienes piensan ambas cosas, aunque, siendo parcialmente verdad en sí mismas, no explican totalmente el fenómeno. Porque incluso me han vuelto a interesar las librerías y las otras personas que han seguido leyendo.

Confieso que, junto a la pérdida del apetito literario, me sobrevino, como a Molière, una especie de despreciativa distancia hacia los que leían mucho, o, mejor dicho, hacia quienes exportaban al exterior la disposición a hacerlo con evidente desmesura y falta de recato. Esos que no paran de citar al último autor devorado, o a los que llevan un cuaderno de citas mental que utilizan astutamente cuando les conviene dar una imagen determinada refinamiento cultural. Es decir, contra la pedantería intelectual y sus representantes.

También contra las librerías en sí mismas, como templos sagrados de la erudición excluyente, y, por supuesto, contra los libreros, infames ratoncillos de biblioteca, esos a quienes el conocimiento de  los pormenores de todas las fichas bibliográficas, incluyendo el tamaño de los libros, les exime de su lectura, y que en otro tiempo tan simpáticos me caían por su capacidad para buscar y encontrar entre las estanterías lo que yo buscaba entre las  tinieblas de mi ignorancia. 

Las cosas vuelven a su cauce, y leer vuelve a ser un placer para mí. Un placer sencillo y privado. Primero fue la prensa, o mejor dicho, la parte política e intelectual de la prensa, porque en este periodo de sequía no he dejado nunca de leer las noticias deportivas. Después, la crítica literaria de algunas revistas. Por último, ya directamente, los libros.  

Ha habido tres en concreto que han contribuido a devolverme la fe en la lectura y sus satisfacciones. Es decir, estaban en el momento adecuado, en la estantería adecuada... y son buenos. El primero es del psiquiatra Luis Rojas Marcos. Su título es “La fuerza del optimismo”. Se trata de un ensayo magnífico, correctamente escrito, y que parece que me define a mí personalmente, optimista recalcitrante. El segundo es “El libro de las ilusiones”, novela de Paul Auster que ya leí en su momento y que me ha vuelto a maravillar. De él me viene ahora una necesidad acuciante de leer "Las memorias de ultratumba", de François-René de Chataubriand. El tercero es “El misterio de la Torre Eiffel”, una novela de Pascal Lainé, que narra maravillosamente las peripecias de la construcción del monumento más emblemático de París de la mano de las biografías de algunos seres que la vieron levantarse sobre sus cabezas o tuvieron arte y parte en su construcción. 

Por cierto, este último libro me lo compré en un lugar de una hermosura sin límites, la Librería Ateneo, de Buenos Aires (ver foto), espacio que conserva la estructura de un espacio teatral anterior llamado Cine Teatro Grand Splendid y que mi amigo Nacho me recomendó durante mi reciente estancia en esa ciudad. En Internet circula un video en donde se hace un recorrido por sus recovecos. 

Esa hermosura espacial he sido capaz de saborearla ahora. Tal vez dos meses antes ni hubiera entrado en ella despreciando la abundante oferta de sus estantes por un miseable carajillo en una triste tasca de tres al cuarto. En ella encontré ese libro que acabo ahora de devorar con placer. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿La necesidad de leer me hizo entrar en la bella librería, o la belleza de la librería me llevó hasta el libro?

Sea como fuere, es el cambio de actitud hacia la lectura lo que me condujo hacia ambos, y eso debe tener más relación con la química -estado carencial de mi organismo de proteinas intelectuales en concreto- que con la espiritualidad en abstracto.

Digo yo.