Empezar a ser lo que soy (y 4) El regreso anticipado.
“Anatomía del realismo...” Los kilómetros van pasando, y los diferentes paisajes se amontonan en mi retina. Entre página y página recordaría las muchas veces en que acompañado de mis padres nos dirigíamos en trenes mucho más lentos rumbo a Torredembarra para pasar el preceptivo mes de vacaciones. Recordaría también lo mucho que atrás dejaba: amigos, cariño, compañía, mi cuarto, mi abuela Carmen, las juergas... Pensaría también en la inmensidad de Barcelona, los nuevos ámbitos en los que mi vida personal y universitaria iba a desarrollarse a partir de ahora, etc. Me recuerdo imbuido en una especie de extraña desolación, porque la balanza se iba inclinando extrañamente hacia atrás, es decir, hacia las ventajas y placeres conocidos en detrimento de los que se supone que iba a conocer.
A las puertas de la ciudad, el tren discurría por unas poblaciones obreras, en donde el gris de las paredes y las fábricas todo lo presidía. Era, me parecía, el espectáculo de la explotación, tal y como yo me lo imaginaba tras mis primeras lecturas marxistas. En concreto, al lado derecho de nuestra trayectoria, había una fábrica de productos químicos que lucía en su frontal la fórmula química S O4 H2 que, por esas curiosas asociaciones mentales que siempre me han torturado un poco, acabó por derrumbarme. Pero ya casi había llegado a Barcelona y me confirmaba como un emigrante académico.
El Colegio Mayor San Raimundo de Peñafort estaba situado al final de la Avenida de La Diagonal, justo enfrente del Palau de Pedralbes. Era un edificio funcional de ladrillo rojo situado al lado de otro, exactamente igual, en el que residían las chicas. Yo entré con una cierta preocupación, porque mis amigos me habían hablado con bastante crudeza de las llamadas “novatadas”, que, como todo el mundo sabe, son una especie de bromas fortísimas que los miembros residentes más antiguos tenían derecho a hacerles a los que acababan de ingresar, siguiendo el dudoso ejemplo de los cuarteles militares. Y yo, la verdad, estaba realmente asustado.
En efecto. Después de cumplimentar mi inscripción, pude darme cuenta de que el ambiente aquella noche era francamente peligroso. Se oían gritos y voces, y patrullas de universitarios con experiencia recorrían pasillos y estancias en busca de víctimas potenciales como yo. Por eso, tuve que reaccionar rápidamente. Dije a los pocos que me crucé que me encontraba muy enfermo y me metí en la cama a esperar acontecimientos.
Entre las sábanas, recordé nuevamente a mis seres queridos e hice un nuevo viaje imaginario en tren hasta donde yo me encontraba, falsamente enfermo y atemorizado. Aquel S O4 H2... Siempre asociaré la fórmula del ácido sulfúrico a la decisión que en ese momento tomé: me volvía a Zaragoza.
No ha sido la única vez en mi vida que he tomado decisiones radicales e imprevisibles. No tengo la conciencia de que éstas, tomadas por impulsos del corazón, hayan obtenido resultados peores que las tomadas después de una supuesta larguísima y sesuda meditación sobre sus pros y sus contras. Me maravillan esas personas que “se toman un tiempo para pensar las cosas...” ¿Cómo se pueden “pensar las cosas”? ¿Hay que irse a un rincón, alejarse de las personas y ponerse a pensar? Yo, con mucha frecuencia, cuando he tenido que “pensar las cosas”, he dejado sencillamente que pasara el tiempo y “las cosas se pensaran solas”, o, como en esta ocasión, he dejado que mi intuición fuera el faro que me guiara en mitad de las tinieblas. No quiero decir que estos procedimientos sean infalibles, ni mucho menos, y, sin duda, no son aplicables a todas las decisiones importantes, pero me molesta cuando alguien desdeña mi método tildándolo apresuradamente de irreflexivo. Peter Brook dice, con razón, que “las decisiones no se toman: brotan cuando se abre paso a través de las nubes de nuestros anhelos algo más esencial que nuestras propias ideas”.
Lo cierto es que la decisión estaba tomada y bien tomada, poniendo fin a un sueño y a un esfuerzo que me había tenido preso durante mucho tiempo. Seguramente esta decisión iba a costar dinero, o a que el ya gastado no surtiera el efecto que se le suponía, pero me sentía feliz y seguro de haberla tomado. Respiré relajadamente porque pensé que finalmente había acertado. Hoy, más de treinta años después, también lo creo. Aquella mañana en que amanecí entero, puesto que mi truco de fingirme enfermo había funcionado a la perfección, me dirigí a la Universidad y allí entablé los contactos necesarios y realicé los trámites precisos para estudiar la especialidad de Filología desde Zaragoza, manteniendo, sin embargo, mi matrícula como alumno oficial. Es decir, iría a Barcelona a examinarme de cada asignatura y en los momentos en que fuera necesario, pero residiría en Zaragoza, en donde enseguida pensé en matricularme en alguna otra disciplina.
Y así lo hice. Con una cierta habilidad, contacté con varias personas –chicas en su mayoría-, que iban a informarme de estas eventualidades académicas, y cogí, al día siguiente de mi marcha, el tren de regreso. Al llegar, no desaproveché la oportunidad de gastarle una broma a mis padres. Desde la cabina telefónica de abajo, hablé con mi madre para decirle que ya estaba perfectamente instalado, que le iría llamando todas las semanas, y que previsiblemente la próxima vez que nos íbamos a reunir sería en navidades...
La cara de sorpresa de mi madre cuando, pasados apenas cinco minutos de aquella despedida, me abrió la puerta, fue digna de la protagonista de una superproducción de Hollywood.