Sentimentalmente antifranquista (2)
La conmoción era inmensa. Con la derrota chilena terminaban de golpe, y nunca mejor dicho, muchas esperanzas, seguramente ilusorias e irrealizables a la vista de cómo han ido las cosas después y de cómo se han derrumbado los regímenes en los países que entonces nos servían como ejemplo de justicia y de igualdad. Pinochet no era más que la mano ejecutora de un complot que tenía bien organizado el asunto, auspiciado por la burguesía chilena, el ejército y la CIA, que, como se ha demostrado palpablemente después (sigue estando bien ver la película “Missing”, de Costa Gavras), tuvo una intervención destacada en la organización de toda aquella ignominia. Desde aquel mes de Septiembre algo se conmueve en mi interior cuando se pronuncia el nombre de ese país, cuna de uno de mis poetas favoritos, Pablo Neruda, que, por cierto, moriría muy poco tiempo después, poseedor de una riqueza material y paisajística inmensa. “Chile en el corazón” ha sido a lo largo de mi vida algo más que una bonita frase, y Augusto Pinochet, junto con Franco, los nombres y las caras del horror. Por eso, durante estos últimos años he asistido impaciente y esperanzado a las acciones legales que casi logran condenar a un hombre que me puso desgraciadamente, y con un océano de por medio, los pies en el suelo de una cierta desesperanza.
Pero aquella lección me sirvió de revulsivo para comprender que el enemigo estaba ahí y no era fácil derrocarle. Así las cosas, y después de aquel verano que comenzó con un secreto viaje a Asturias, con la victoria de Luis Ocaña en el Tour de Francia, y que terminó con la muerte violenta de Salvador Allende, comencé segundo curso de la carrera con las miras puestas ya con cierta claridad en continuar al año próximo matriculándome en alguna especialidad que estuviera centrada en el estudio de la lengua y la literatura españolas. Sin embargo, como muchas otras veces me ha pasado, en realidad vivía una extraña doble vida. El universitario que paulatinamente se iba concienciando de la necesidad de un cambio social y político para nuestro país y para el mundo, coexistía con otro joven que no renunciaba a la camisa y la corbata, y que se pasaba los sábados y domingos por la tarde haciendo las tradicionales manitas con su novia en lugares frecuentados por la burguesía local.
María Angeles y yo éramos una auténtica pareja convencional. Después de unos comienzos en los que me sentía profundamente enamorado de ella, y que se puede demostrar en infinidad de tiernas cartas que diariamente le escribía cuando nos teníamos que separar, por ejemplo, en los periodos veraniegos, una rutina insoportable se fue adueñando de una relación que tenía demasiada pinta de acabar incluso en matrimonio. Por las tardes acudía a buscarla al Colegio de las Carmelitas, de donde lógicamente salía vestida con el horroroso uniforme típico de colegiala, y dábamos un par de vueltas por el barrio o nos tomábamos alguna Coca-Cola en alguna cafetería cercana, preferentemente "Imperia", al principio de la calle General Mola, hoy Paseo de Sagasta. Pero los fines de semana eran de un aburrimiento insuperable. Como teníamos muchas horas por delante, y ella estaba empeñada en que nuestras citas fueran lo antes posible, frecuentemente nos pasábamos horas y horas en el bar del Hotel Goya, en el centro de la ciudad. Allí había unos inmensos sillones y sofás negros en donde nos refugiábamos para inventar juegos, cogernos de las manos y ver transcurrir el tiempo.
Pero lo cierto es que aquella relación me aburría. Tanto que durante el verano de 1973 decidí hacer por mi cuenta y riesgo el primer viaje largo de mi vida, ocultándoselo a ella. Es decir, le fui moderadamente infiel.
2 comentarios
amaltea -
amalia -
No sé, las palabras no tienen los armónicos que siempre percibo en tus textos.