Blogia
roberto zucco

Mi patria es mi infancia

Sentimentalmente antifranquista (1)

Sentimentalmente antifranquista (1)

 

Terminé Primero de Filosofía y Letras con unas notas repletas de Sobresalientes y Matrículas de Honor. Esto era la consecuencia de dos factores. Por un lado, ciertamente, de mi propio esfuerzo. Es decir, había logrado ponerme a estudiar, aunque jamás de una manera sistemática y nunca durante un tiempo demasiado prolongado. También, lo confieso ahora, como consecuencia de mi creciente habilidad para copiar en los exámenes, especialmente en las asignaturas de Latín y Griego que me seguían trayendo por la calle de la amargura. Por una cosa o por otra, mi expediente académico era uno de los mejores del curso, algo que poco tiempo después iba a reportarme alguna ventaja en la elección de Universidad para proseguir mis estudios. En cualquier caso, con aquellas notas se relajó bastante mi espíritu atormentado ante la posibilidad de “no ser nada en este mundo” y mis padres respiraron un poco más felices.

  

Mi idolatrado profesor Carreras me tranquilizó un día en su despacho. Vino a mostrarme que era una enorme estupidez considerar la vida como una sucesión de plazos a los que hay que llegar a tiempo, como si de una carrera de obstáculos se tratara. Le quitó importancia al hecho de haber invertido un año teóricamente inútil en la Facultad de Derecho, y haber perdido de alguna manera la estela de mis amigos del colegio, y me explicó la sencilla pero importante verdad de que cada uno debe tener su propia cronología y que lo importante era vivirla con responsable autenticidad. Relajado y bastante contento afronté el verano de 1973.

  

Aquellas plácidas noches en las que mis padres supongo que estarían en Torredembarra, las dedicaba a la lectura o a tomar copas con mis amigotes. Una de mis costumbres era visitar a mi compañero de clase Lalo, que, por aquellos días trabajaba de conserje nocturno en un hotel de la calle Alfonso. Solía encontrármelo a la fresca, sentado en la puerta a una hora en que la mayoría de los huéspedes ya reposaban en las habitaciones, y leyendo con auténtica fruición algunos de esos libros de los que después nos disertaba en clase o en los pasillos de la facultad. Charlábamos sobre literatura y política, principalmente, y fue él quien el once de Septiembre (¡cuántas cosas han pasado en esa fecha!) me comunicó que en Chile había habido un golpe de estado que había derrocado al presidente Salvador Allende.

  

La noticia me impresionó profundamente porque desde hacía meses las iniciativas de Allende y su gobierno de la Unidad Popular me interesaban de manera especial.

  

Sin duda, muchos universitarios sentimentalmente antifranquistas veíamos en lo que estaba ocurriendo en aquel país un camino de esperanza para el nuestro. Allende había aplicado reformas económicas que no sólo profundizaban en la democracia sino que avanzaban en la consecución de importantes e irreversibles logros sociales. Es decir, era un referente y un ejemplo sobre lo que nosotros queríamos que sucediera aquí. Sin duda, el gobierno de los Estados Unidos no podía permitir que se instaurara delante de sus propias narices un estado con claras aspiraciones socialistas, y mucho menos que su implantación fuera por métodos democráticos, es decir con la sucesiva aplicación de reformas y sin derramamiento de sangre, desmintiendo la imagen del comunismo como resultado de crueles y terribles luchas fratricidas. Cuba era una dictadura, pero Chile era un modelo de democracia avanzada, intolerable en la medida que su ejemplo podía servir de estímulo para otros países de la zona.

  

Durante los días siguientes, las noticias fueron arrojando un resultado desolador. Salvador Allende se había suicidado en el Palacio de la Moneda, después de haber resistido heroica e inútilmente los ataques de la aviación golpista. En el estadio de fútbol de Santiago y en otros lugares se hacinaban miles de presos que iban a ser torturados o asesinados sin piedad. Se decía que Víctor Jara, un cantante revolucionario que unos días más tarde hubiera cumplido cuarenta y un años, partidario y amigo del derrocado Presidente, era uno de ellos y, como posteriormente se supo, había muerto, con esas manos que le servían para acompañarse con la guitarra en la interpretación de sus comprometidas canciones, salvajemente quebradas.

  Y todo ese horror tenía una cara reconocible: la del general Augusto Pinochet.

Qué curiosa circunstancia… Este criminal, que asesinó, torturó, secuestró, también le robó a su propio pueblo. Durante estos días precisamente, cuando han pasado ya varios meses de su propia muerte, es su familia la que acaba de ser imputada de diversos delitos financieros relacionados con esos abusos del dictador. Es decir, que también eran cómplices. Hay que recordar también que durante los últimos años de la vida de Pinochet se sucedieron una enorme cantidad de acusaciones formales de todos sus delitos, librándose auténticas batallas judiciales que de no ser por las argucias de sus abogados hubieran desembocado en condenas expresas. Tal vez no hubiera terminado en la cárcel, que es lo que todos queríamos, pero simbólicamente hubiera servido para reparar en alguna medida tanto dolor causado por este sapo de la historia contemporánea. Es decir, los años han pasado, y lo que Lalo y yo, y tantos miles de personas en el mundo veíamos con claridad entonces, ha quedado diametralmente  probado ahora.  A veces, demostrar que es de noche a las dos de la madrugada se convierte en algo agotador, precisamente por su obviedad…

Mi patria es mi infancia.

Mi patria es mi infancia.

  En realidad mi abandono de esta pintoresca actividad deportiva ocurrió afortunadamente cuando ya le había tomado la medida a la nueva facultad y a la nueva carrera universitaria y había adquirido una cierta costumbre de madrugar.   En aquella nueva Facultad, “la fábrica de harinas”, comprendí muy pronto que había personas que me daban cien vueltas en algunos aspectos en los que precisamente me creía insuperable. Fue una lección de humildad que me sirvió también para constatar lo que ya sabía: que en el colegio de los jesuitas no había aprendido casi nada.

La característica común de todos estos chicos era la de haber estudiado en centros públicos, y no en colegios como el mío. Allí me encontré con gente que había leído mucho más que yo; gente con una preparación política muy superior a la mía, y gente, en suma, mucho mejor formada para afrontar unos estudios de carácter humanista. Mi referencia fue enseguida un tal E.C. (“Lalo”, para los amigos), que era un tipo gordo y muy poco agraciado físicamente, pero que poseía un poso cultural extraordinario y una excelente capacidad para comunicar y servirse en público de sus conocimientos. Recuerdo que a él le oí por primera vez hablar del “Ulises”, de Joyce, en unos términos de auténtico y contagioso entusiasmo.   Pero, sin duda, la gran sorpresa de aquel primer año la constituyó el hecho de conocer a  Juan José Carreras, Catedrático de Historia Contemporánea, y escuchar atentamente sus lecciones. En realidad, además de una sorpresa, aquello constituyó un acontecimiento de gran importancia para mi desarrollo personal e intelectual posterior. Como decía en el post que le acabo de dedicar con motivo de su muerte, acaecida tan solo unos días, es tal vez una de las dos personas, junto con mi padre, a las que considero mi maestro.   Aquel hombre me inspiró desde el primer momento confianza y simpatía. Era muy correcto en su trato y llegaba a clase relajado y sonriente. Los primeros días los dedicó preferentemente a desmenuzar la novela “Opiniones de un payaso”, de Heinrich Bool, a quien acababan  de conceder el Premio Nobel de Literatura. La verdad es que desconozco si además de esa coincidencia había alguna razón de fondo para hablarnos de la obra de el novelista alemán, aparte de que este hombre aporta una lúcida reflexión sobre el nazismo y sus consecuencias morales y políticas, pero me encantaba escuchar a aquel hombre que no parecía tener prisa alguna en adentrarnos en el programa oficial de la asignatura, si es que lo había.   Mientras duraron estas lecturas y a lo largo de todo el curso, Carreras nos quitó todos los prejuicios sobre el estudio de la Historia, cuestionando en primer lugar su propio concepto. En ese sentido, sus clases fueron toda una revelación. Comprendí muy pronto que lo importante no era la acumulación de datos y batallas, sino conocer las causas que provocan los fenómenos sociales. Y de entre ellos, la más importante: la lucha de clases.  

Con esa nueva orientación, menos de fascículo divulgativo y bastante más exigente y científica, la Historia se convertía automáticamente en un conjunto de conocimientos que no solo me podía servir para comprender etapas del pasado, como la guerra civil española, sino para interpretar adecuadamente mi propia realidad exterior presente. Y eso era lo que a mí me hacía falta en ese momento de mi vida: un apoyo metodológico e intelectual que conectara con mi necesidad personal de comprometerme con el momento que vivíamos en España y que estaba marcado por un viejo dictador que se mantenía férreamente en el cargo. A partir de ahí todo se precipitaba hacia un cambio interior que me fascinaba y me aterraba a partes iguales. Comenzar a leer libros de Marx, revistas de orientación marxista, etc., fueron conformando despacio pero inexorablemente la persona que todavía sigo siendo.

  

Hoy veo aquel periodo de mi vida como un momento en el que Roberto Zucco podía haber sido de una manera y terminó siendo de otra. Es decir, creo que viví en una especie de encrucijada de caminos y que opté por seguir hacia un sitio concreto. Creo que esta vez al menos acerté.

Mi patria es mi infancia. "Contra Franco vivíamos mejor" (3)

Mi patria es mi infancia. "Contra Franco vivíamos mejor" (3)

  El día que entré en aquel aula de la Facultad de Filosofía y Letras se me calló el mundo a los pies. Era una más del llamado Edificio Interfacultades de la Universidad de Zaragoza, y su estilo era absolutamente diferente al de las de la vetusta pero al fin y al cabo elegante Facultad de Derecho que acababa de abandonar. Enorme, destartalada, funcional y pintada de blanco, la bauticé como “la fábrica de harinas”. 

Yo había tomado precauciones antes. Confieso que estaba francamente preocupado con mi futuro y estaba imbuido de una asfixiante presión conmigo mismo. Lo de abandonar Derecho lo interpretaba como un fracaso absoluto, y, entre pitos y flautas, consideraba que ya había perdido un par de años de mi vida si sumábamos el anterior el que me dedicaba a examinarme una y otra vez de aquellas malditas asignaturas de Preu. Lo que era seguro es que los que habían sido amigos y compañeros de colegio estaban empezando ya tercer curso y que yo, sin embargo, me disponía a empezar una nueva carrera universitaria. Estaba perdiendo puestos en la carrera ciclista de la vida y decidí tomar precauciones. 

Uno de mis principales enemigos ha sido la dificultad que siempre he tenido para madrugar. Sigo teniéndola todavía, y estoy convencido de que ese factor ha marcado en alguna que otra ocasión mi propia existencia en aspectos laborales y personales de enorme importancia. Levantarme a golpe de despertador ha supuesto siempre uno de mis problemas más constantes. Consciente de esa carencia, tenía que inventar necesariamente un sistema que me predispusiera y facilitara levantarme temprano con una motivación añadida para luego acudir a la nueva Facultad, y, de esta manera, no perder clases. Y la posible solución la encontré inscribiéndome en un gimnasio para recibir clases de karate.

Tal vez esto sea una de las cosas más pintorescas que he hecho a lo largo de toda mi vida, y desde luego, puedo asegurar que el remedio funcionó bien al menos durante algunos meses. Yo, ciertamente, no puedo considerarme como una persona que haya practicado demasiado deporte, a diferencia de mi propio padre. Sin embargo, creo haber tenido un cuerpo dotado de una notable flexibilidad y reflejos, que si hubiera sido entrenado de manera conveniente, me hubiera permitido ciertas posibilidades, incluso las que hubieran tenido un ámbito de expresión en el propio teatro. Siempre he sospechado que si hubiera nacido en Italia, por ejemplo, podría haberme especializado en encarnar el personaje de “Pantalone”, de la Comedia dell´arte, o que, si hubiera tenido más perseverancia, hubiera podido llegar a ser un buen jugador de tenis de mesa. (Aunque esto último sí que lo fui, en unos términos relativos). 

El karate me atraía por dos razones. La primera porque podía ser una buena manera de asegurar mi propia integridad, lo cual desde luego no era ninguna bobada atendiendo a mi estatura y a mi falta de fortaleza física. Y la segunda, porque lo oriental, un poco  en abstracto, tenía entonces para mí un cierto interés. De hecho ya me había comprado algún que otro libro divulgativo sobre el tema, y durante los veraneos en Torredembarra aprovechaba el tiempo para aporrear una columna de la terraza de nuestro pequeño apartamento  familiar que había revestido previamente con un almohadilla de pajas y que tenía un nombre técnico que se me ha olvidado por completo, con la esperanza de endurecer mis nudillos. 

Me matriculé en un gimnasio cerca de nuestra casa y me compré el correspondiente kimono. Todas las mañanas acudía con puntualidad a aquel lugar, me vestía ritualmente, y me adentraba en un mundo que desconocía por completo y que estaba constituido por una grandes dosis de competitividad masculina y un persistente olor a axila. Pero aguanté un tiempo. Justo hasta el día en que nuestro profesor decidió enfrenarnos en parejas. La persona que me tocó en suerte decidió no atender a mis deseos, y comenzó a propinarme una catarata de patadas y tortazos que sirvieron para hacerme cambiar inmediatamente de expectativas.  

Aquí se acabó mi prometedora carrera de karateca.  

Mi patria es mi infancia. "Contra Franco vivíamos mejor" (2)

Mi patria es mi infancia. "Contra Franco vivíamos mejor" (2)  Y si esto estaba pasando en el exterior, dentro de mí, y coincidiendo admirablemente con estos hechos, se produce igualmente una revolución. Estos cinco años que vienen a continuación supusieron, además de otras cosas no menos importantes desde una óptica subjetiva, la toma de conciencia de esa realidad exterior, tanto en su ámbito nacional como en el internacional, y, consecuentemente, un posicionamiento humano, espiritual y cívico. En este sentido, no solo fue la muerte del dictador español lo que iba  producir esta perturbación, sino que otros acontecimientos actuaron como un poderoso revulsivo:  la llegada al poder en Chile de Augusto Pinochet, derrocando en un cruento golpe de estado a Salvador Allende, los últimos fusilamientos del franquismo con la conmoción en el interior de España y en el resto del mundo que provocaron, y la entrada en contacto con otras personas en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, que me daban cien vueltas en rigor y preparación intelectual y política, las que me iban a dar un empujón hacia quien esencialmente todavía sigo siendo. Pero, paralelamente a esta toma de posición, se produce en mí, en este periodo, otro gran cambio. Un cambio que básicamente consiste en querer la vida en sí misma, en vivirla con la inmensa alegría de sentirme profundamente vivo, explorando los caminos y los límites que este inexplicable don nos presenta, a pesar de las penalidades propias y ajenas.  Política, en un sentido amplio de la palabra, y placer, como actitud filosófica, se unen desde ese momento en mi interior, en una mezcla fraterna que aún perdura y que supongo me acompañará, aunque tal vez vaya evolucionando hacia la nostalgia, todo el resto de mi vida. Precisamente por eso, el teatro, con esa dualidad interior que lo caracteriza desde la noche de los tiempos, representó para mí la vía de unión, el pegamento que hizo compatible lo aparentemente incompatible. Porque, a partir de ese momento, he conocido a demasiadas personas que, participando de ese espíritu solidario y comprometido con el mundo, tienen una cara de amargura que me ha repelido siempre. Y por el contrario, y en justa reciprocidad, he conocido a muchas otras personas “alegres”, que basan esa alegría en un alejamiento sistemático de la realidad, imbuidas en una burbuja de estupidez y banalidad. Todo esto me iba a suceder mientras el Presidente del Gobierno, Carrero Blanco, volaba por los aires en Madrid, asesinado en un tremendo atentado de ETA, Franco agonizaba, el Rey planeaba un proceso de transición democrática que muy pocos esperaban, y Santiago Carrillo, Secretario General de mi Partido, atravesaba la frontera francesa disfrazado con una peluca que hace solo unos años contemplaba asombrado Arthur Miller, horas antes de recoger el Premio Príncipe de Asturias, junto a Woody Allen, en una ceremonia que ya nos terminaba de homologar como una sociedad europea y democrática. Una sociedad impensable en el momento en que decidí abandonar mis estudios de Derecho y pasarme al edificio de al lado para comenzar Filosofía y Letras. Todas esta cosas me pasaron a comienzo de los años setenta.

Mi patria es mi infancia. "Contra Franco vivíamos mejor "(1).

Mi patria es mi infancia. "Contra Franco vivíamos mejor "(1).

 ¡Cuántas carreras y cuántos porrazos, pero qué divertido resultaba todo!                                                                  Fernando Savater.   

España iba a cambiar y yo también Se iba a morir Franco y empezaríamos a ser un país normal. Es decir: europeo, democrático, aburrido. Bendito aburrimiento... Alguien dijo que la libertad sólo se nota cuando no se tiene o cuando se pierde. “¿Libertad, para qué?”, se preguntaba Lenin, adelantándose a su modo a este tipo de reflexiones que solo pueden hacerse precisamente... en libertad.  

A partir de este periodo de mi vida y de la de este país, me di cuenta de todo lo que encerraba en su interior la palabra libertad (con su erre temblorosa, como dice el bello poema de Angel González...), y de lo que había significado, en realidad, vivir siempre sin ella, aunque yo no me diera cuenta exactamente de esta carencia. Se murió Franco… Una muerte esperpéntica, tragicómica en sus últimos episodios, por lo que hemos sabido muchos años más tarde, que en sí misma debería habernos conmovido a todos los españoles, pero que para una gran parte, entre los que me encuentro incluido, fue una buena razón para abrir unas cuantas botellas de champagne. Seguramente es la última vez en mi vida en donde sentí una profunda alegría por la muerte de un ser humano. No me arrepiento todavía de haberla sentido. 

En la historia del siglo XX español hay un antes y un después, marcado por esa madrugada del 20 de Noviembre de 1975. En mi vida hay dos: la muerte de Franco y, naturalmente, el nacimiento de mi hijo. A partir de aquella madrugada terminaron muchas cosas y comenzaron otras, a pesar de que hay cosas que nunca se acaban del todo. En mi memoria no podrá dejar de haber un rincón para el resentimiento. No puedo perdonar que nos apartaran del camino europeo, interrumpiendo una próspera y esperanzadora tradición intelectual republicana, que muchos españoles se tuvieran que marchar, esparciendo su sabiduría por el resto del mundo, pero privándonos de ella a sus propios compatriotas, que la muerte, el fusilamiento, el horror y la cárcel, fueran dejando paso a la mediocridad y a la ignominia, en un país exento de la posibilidad de expresarse y crecer. 

Vivir bajo el franquismo era como ir siempre con los calcetines sucios, escribió Manolo Vázquez Montalbán, definiendo a la perfección toda esa miseria material, intelectual y ética que representa ese militar gallego, emblema de una mediocridad muy generalizada, que la burguesía española aupó al poder para combatir la expansión de una clase obrera seguramente mal liderada por una izquierda que no calculó sus propias fuerzas y que, sin duda, contribuyó a dinamitar la incipiente e imperfecta democracia establecida el 14 de abril de 1931. Pero esta miopía de los partidos obreros que propugnaban un confuso ideal de progreso, equivocando frecuentemente su estrategia, y que tenía torpemente dirigida su mirada hacia la Unión Soviética, como supuesto modelo de perfección social, no justifica moralmente el alzamiento en armas de un ejército contra todo un país que se había dado a sí mismo una forma de legalidad republicana  a través de un proceso de transición milagrosamente pacífico. Haro Tecglen ha escrito: “Se dice que la República fue imposible, y el resultado parece probarlo. Sin embargo, no era una imposibilidad en sí misma o en su elaboración intelectual, sino solamente en relación con la fuerza de sus adversarios y con un clima europeo que oscilaba entre el fascismo y el conservadurismo pactante con él”. Así veo yo las cosas en un momento en que parte de la historiografía moderna busca razones para justificar lo que me sigue pareciendo injustificable.