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roberto zucco

Moscú (1)

Moscú (1)

El hotel Kosmos es un gigantesco edificio que alberga 1776 habitaciones y que fue inaugurado en 1980 con motivo de los juegos olímpicos. Desde la habitación 2512 en donde yo me alojo se percibe una magnífica vista de Moscú: el Jardín Botánico, la torre de la televisión, etc. Atardece. Delante de mí se expande una de las ciudades más grandes del mundo, una ciudad inabarcable, desmesurada, llena de maravillas, desdichas y de personas con pocas ganas de recibir a nadie, según se comprueba en todas partes. 

Acabo de llegar después de cinco horas de avión. En ese aparato de Aeroflot, y a pesar de que salio de Barajas (y en concreto desde la temida T4 en donde ya me han perdido dos veces la maleta), no se dijo por la megafonía interior ni una palabra de español durante ese periodo de tiempo. Esa va a ser, sin duda, la tónica de este viaje. Con mi precario inglés tuve que inventarme las respuestas a un cuestionario que las autoridades rusas han confeccionado para todos aquellos que pretendemos entrar en el país. Por otra parte, estos cuestionarios son idénticos de unos países a otros. 

El aeropuerto de Sheremetevo es vetusto y de medianas proporciones. La ceremonia habitual de recogida de las maletas que es tradicionalmente un coñazo, aquí tiene un punto suplementario de zozobra y ansiedad porque en ninguna de las cintas se puede leer la palabra Madrid. Sin embargo, por alguna razón la mayoría de los pasajeros están apostados en torno a la número 1 que en estos momentos descarga las maletas de un avión recién llegado de Viena. Coincido aquí con dos chicas canarias con las que compartimos número telefónico por si acaso. Esta curiosa solidaridad patria está basada siempre en el temor de que algo malo nos pueda suceder durante nuestra estancia. Ellas van a San Petesburgo dentro de unos días, y yo me voy a Belgorod, que es una ciudad que nadie conoce y a la que nadie va por lo visto sin una necesidad específica o profesional. Adelanto que no nos llamamos, por lo que deduzco que a ellas les fue bien y adelanto que a mí también, a pesar de ciertas molestias. 

Tengo hambre y bajo a la recepción del hotel. Es inmensa, con evidente imagen de gran hotel americano. Si no me alojo en un hotel pequeño y con cierto encanto, prefiero siempre hacerlo en este tipo de hoteles despersonalizados y feotes pero en donde sin dificultad encuentras todo lo que necesitas. Aquí hay cinco o seis restaurantes, abundantes tiendas, aunque la mayor parte de las mismas ofrecen los mismos productos turísticos, un par de establecimientos de cambio de moneda y, en la entrada, dos accesos muy iluminados: a un “night club” que debe estar abierto las veinticuatro horas del día, y a un casino al que se entra entre infinidad de máquinas tragaperras que a mí me recuerdan siempre aquella mítica canción de Pink Floyd. 

Busco un restaurante y me decido por un japonés que está completamente vacío. Pido la carta que está forrada en plástico transparente, como los libros de texto en el colegio, porque está gastada y sucia de tanto ser manejada. No sé en qué película se decía que hay que desconfiar de los restaurantes en donde los alimentos aparecen fotografiados, pero en esta ocasión la verdad es que agradezco esta circunstancia. Pido una especie de ensalada de pollo y una dorada al horno que finalmente solo me puedo comer una parte porque está excesivamente aderezada con picante. Bebo cerveza, algo que intento evitar desde hace días sin demasiado éxito. Mientras espero, escribo y leo algunos mensajes telefónicos. 

Al acabar me siento en uno de los cafés que están a ambos lados del mostrador de la recepción. Compruebo que todo está lleno de putas, como ya me había advertido un amigo que estuvo trabajando en la embajada española durante muchos años. La mayoría de estas chicas son altas, rubias, guapas y extremadamente delgadas. Ofrecen sus servicios de una forma discreta: “Sex o relax”, proponen sonrientes. Los miembros de la seguridad del hotel, omnipresentes por todas partes, ni las miran, atentos solo a todos los clientes que entran o salen por la enorme puerta que da a una plazota presidida por una enorme escultura que representa a Degaulle. Estos tipos son extremadamente antipáticos y, como pude comprobar personalmente, solicitan la acreditación de que estás alojado en el hotel tantas veces como intentas penetrar en la zona de los ascensores que dan acceso a las habitaciones. Es igual que te conozcan de vista o que hayas subido hace cinco minutos. Te la piden siempre de una forma imperativa, exenta de cualquier refinamiento. 

Al poco rato, compruebo que la recepción se ha quedado ya sin nadie. Yo termino de hablar por teléfono y decido irme a dormir después de beberme el gin tonic. Las putas se quedan solas, custodiadas por los tipos de seguridad, insomnes, malhumorados, antipáticos.  

Hasta mañana. 

6 comentarios

Rain -

Moscú nevado. Impermeables, el metro, las residencias de las avenidas centrales, cada subterráneo, uno más hermoso que el otro. En fin...

Sigo leyendo.

Pau -

Me encantaría hablar el portuñol, así y todo prefiero el portugués, idioma de cadencia bellísima.
Y me alegro que estés aquí, amigo Zucco, y que te guste ser leído, porque por mi parte volverás a serlo.
Ja ja... no hay nada como un hotelito pequeño.
Un abrazo.

corsaria -

Moscú, que ciudad más extraña. Bonito post. :)

rythmduel -

Roberto: buen regreso. Seguimos leyéndonos. Un abrazo.

Scarlett -

Qué ilusión y qué agradable volver a leerte!

maray -

interessante como em viagem os critérios de aproximação aparecem. Muitas vezes, a maioria, acho eu, é através da língua. Eu, que nunca saí do meu continente, sempre me senti triste, nessas horas, por sermos o único país a falar português por aqui. Todos se irmanam e olham a gente com curiosidade e têm dificuldade em nos entender. Por isso sempre arrisco "mi portuñol". Deberia ser algo institucionalizado, eso de hablar portuñol...:)
Buen viaje y siganos contando todo!!