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roberto zucco

Como la vida misma

Mitomanías (y 5)

Mitomanías (y 5)

Me parece una buena manera de acabar este recorrido por mis propias mitomanías refiriéndome a las personas que no he conocido y me hubiera gustado conocer.  

Es el caso, por ejemplo, de Manuel Azaña, el Presidente de la II República. He leído ávidamente sus escritos, sus biografías. Le considero un hombre doliente, tal vez demasiado humanista y con un poso intelectual demasiado profundo como para ser un político pragmático. De su generación, en ese Madrid prebélico de los señoritos fascistas, de Chicote y de las tertulias literarias, me hubiera hecho gracia conocer a Ramón Gómez de la Serna y disfrutar de su talento en el Café del Pombo, e incluso me hubiese animado a subir con él a ese elefante, aunque solo fuera para sostenerle las cuartillas durante la mítica conferencia que impartió en las alturas del gigantesco cuadrúpedo. No hubiera aguantado más que un par de horas con Unamuno, una con Pio Baroja y media con Ortega y Gasset, pero las hubiera aguantado. Creo que con Valle Inclán podría haber estado una tarde entera y creo que hubiera sido capaz de preguntarle si la barba al dormir se la dejaba por fuera o por dentro de las sábanas.  

También me gustaría decirle cuatro cosas a Al Pacino, pero sobre todo me gustaría verle ensayar algún monólogo de Brecht. A Marlon Brando me hubiera gustado llevarle un café durante el rodaje de “El último tango en París”, para que me contara entre sorbo y sorbo los pormenores de otro: el de “Un tranvía llamado deseo”, a las órdenes de Elia Kazan dos años antes de yo nacer. Ya puestos, hubiera dado un ojo de la cara por asistir a alguna clase de Lee Strasberg, un día que hubiera sacado a hacer una improvisación a Marilyn Monroe, en el Actor´s Studio de Nueva York. Y no sé qué hubiera hecho si Woody Allen me hubiera invitado a ser su ayudante en el rodaje de Manhattan por las calles de la ciudad, o en el interior del “Planetarium” al lado del Museo de Historia Natural. Con Buñuel me hubiera ido al fin del mundo, y especialmente al restaurante “Le Train Blue” en París, a compartir unos profiteroles, y echar de menos con él los atardeceres de Zaragoza. Seguro que también hubiésemos hablado mucho sobre los jesuitas, nuestros comunes educadores. Me imagino con mi paisano llevando por Madrid esa cabeza de burro muerto que sabe dios dónde encontramos…

Unos jueves lluviosos en París con Cesar Vallejo y Pablo Neruda no hubieran tampoco estado nada mal, aunque se hubiera enfadado Georgette Vallejo, y ejercer de carabina una tarde con Albert Camus y María Casares por las callejuelas del boulevar Saint Germain me hubiera colmado de gozo a mí y de desesperación a ellos. Tampoco me hubiera importado moderar en la Brasserie Lipp una comida silenciosa con Samuel Beckett y Emile  Ciorán, mientras nos acomodábamos en el estómago una buena porción de codillo con choucrout. A los postres podría haberse presentado Giuliette Grecó para animar la velada. 

No me hubiera importado compartir una concentración antes de algún partido importante con Johan Cruijff, por ejemplo antes de aquel 0-5 en el Bernabeu, con Pelé en Sao Paulo, o haberme ido de copas alguna noche por la parte alta de Barcelona con Diego Armando Maradona. Un paseo por el Retiro de Madrid con Raúl tampoco me hubiera importado, qué duda cabe. Y mis ambiciones deportivas se hubieran colmado plenamente jugando unos minutos con Marcelino, Villa y Lapetra ante los ojos de mi padre, o dándole el pase a Nayim el día que el Real Zaragoza ganó la Recopa de Europa frente al Arsenal en el Campo de los Príncipes de París. 

En su casa de Brooklin me encantaría que Paul Auster me adelantara algún capítulo de su nueva novela, y ya puestos a imaginar, estaría dispuesto a pertenecer a la compañía de Molière durante un par de meses, justo antes de que sus miembros se establecieran en el Palacio del Rey Sol. Si hubiera podido elegir oficio dentro del “Ilustre Teatro” me hubiera gustado ayudar a vestir a Theresa Duparc antes de salir a escena con un traje morado y con un gran escote diseñado por la mismísima Madeleine Bejart. Al maestro Jean Babtiste Poquelin, burlando todas las lógicas temporales, me hubiera gustado leerle un fragmento de “Seis personajes en busca de autor”, de Luigi Pirandello, texto que sin duda le hubiera ayudado a escribir su “Impromptus de Versalles”. También le hubiese preguntado muchas cosas a Shakespeare, en una de esas noches tabernarias que tanto le gustaban, y también a Cervantes, a Quevedo, a Montaigne, a Kafka, a Borges, etc. A Bernard Marie Koltés no habría sabido exactamente qué decirle, pero algo se me habría ocurrido tarde o temprano de camino a los urinarios de la estación de Austerlitz en donde le hubiera dejado solo. 

Si alguna vez hubiera sabido tocar bien la batería hubiese acudido a las audiciones de Supertramp, Led Zeppelin, Pink Floyd, King Krimson, Rolling Stones, y actualmente a las de Travis y Keane. Creo que mi estilo personal de tocar este instrumento, más rockero y contundente, no le vendría demasiado bien al de Jacques Dutronc ni al de su esposa Françoise Hardy, pero al menos lo intentaría también, como con Jane Birkin, Lucio Dalla, Paolo Comte y Giani Morandi. Me hubiera gustado ser de alguna utilidad para Beethoven, cediéndole uno de mis oídos y para Mozart prestándole cincuenta euros para paliar sus apuros. 

Neil Armstrong y yo pisamos la luna juntos después de unos instantes de vacilación: “¿quién va primero, tú o yo?”, le dije a las 22 horas y 56 minutos, hora estadounidense, de aquel 20 de Julio de 1969. Antes me había preparado físicamente a conciencia en las calles del barrio latino corriendo delante de los guardias y haciendo el amor con una joven morena, alta y con flequillo, en una boardilla cercana al Polly Magoo. Me hubiera gustado también llevar flores alguna vez a los camerinos de Brigitte Bardot, Marie Laforet, Sophia Loren y ahora mismo a Sandra Bullock, Angelina Jolie, Lena Headey, Halle Berry, Charlize Theron, Carmen Electra, Carla Bruni, Carmen Kass, iconos de eterna belleza,  y otras muchas señoras y señoritas a las que admiro y he admirado en diferentes momentos de mi vida.

Pero al que verdaderamente me hubiera gustado conocer es a George Harrison. Aunque hubiera sido diez minutos. Una vez tuve un extraño sueño: coincidimos en la sala de espera de un hospital. Estábamos él y yo solos, y la conversación en español sin subtítulos fue tranquila y suave. Me dijo, creo recordar, que a lo largo de la vida era imprescindible aprender a saber morir. Algo así les dijo a Ringo y a Paul en un hospital de Nueva York poco antes de que su mujer Olivia, su hijo Dhani y yo arrojásemos sus propias cenizas en el río Ganges. 

Sí, yo también estaba allí aquel día, silencioso y triste, despidiendo para siempre a un hombre que ejerció sobre mí una atracción extraordinaria. Ese día comprendí que era imposible que los Beatles se juntaran de nuevo y decidí hacerme mayor.

Mitomanías (4)

Mitomanías (4)

En el campo de la política me dejó una imagen muy cálida José Luis Rodríguez Zapatero, a quien conocí unos días antes de ganar las elecciones y pasar a ser presidente del Gobierno de España. La casualidad hizo que este hombre, inteligente, cabal y simpático, y yo coincidiéramos en un meeting de su partido al que me invitaron. No nos conocíamos de nada, pero creo que simpatizamos pronto y me contó algunas intimidades personales e intuiciones políticas, por ejemplo alguna con respecto a José María Aznar, que después la realidad y las circunstancias confirmaron con creces.  

En este capítulo debo incluir el encuentro fugaz pero divertido con Enrique Tierno Galván, en aquel momento alcalde de Madrid. Coincidí con él en un despacho del Centro de la Villa de Madrid, y nos presentó Eduardo Huertas, el entonces director de programación. Ambos estábamos invitados al estreno del espectáculo de una compañía brasileña. En un momento en que el alcalde y yo nos quedamos solos, me dijo: “me temo, señor Zucco, que la representación de hoy va a ser un coñazo…” ¡Qué razón tenía Don Enrique! El no lo sé, pero yo desaparecí en el primer entreacto.  Por último, recuerdo que en Jerusalem, la primera noche de una estancia salpicada de anécdotas y curiosas peripecias, me presentaron a Simón Peres, que me causó también una magnífica impresión. En ese momento Peres era Ministro de Exteriores y entró casualmente en el restaurante en donde estábamos cenando el director Robert Bedós, una periodista francesa de cuyo nombre no me acuerdo, un funcionario del Ministerio de Cultura israelí que oficiaba de anfitrión, y yo. Hablé con él durante unos minutos en un perfecto español, y me dijo cosas sobre España que me rebelaron no solo un conocimiento exhaustivo de nuestro país, sino una gran capacidad para analizar la realidad política internacional. En su rostro se reflejaba un deseo y una esperanza para la paz en oriente medio, algo que no encontré en casi ninguno de los políticos y personas de la cultura en Palestina que había conocido días antes. 

Me dejaron, sin embargo y por razones diferentes, una imagen borrosa algunas personas que no por eso he dejado de admirar y valorar en sus respectivos oficios. Ser simpático no es un requisito ineludible para ser brillante. Por ejemplo, el cantante Hilario Camacho, perdido en sus reflexiones y amarguras, Amancio Prada, los críticos Joan de Sagarra y Eduardo Haro Tecglen, el filósofo Fernando Savater, los directores teatrales Salvador Távora y Lluis Pasqual, y bastantes más, tal vez porque el talento innegable de todos ellos se escondía detrás de un muro que para mí resultó en ese momento infranqueable.  

Por el contrario me ha gustado tener relación profesional y personal con Maribel Verdú (fui su primer director en teatro siendo ya una actriz muy conocida en el cine, y siempre me lo  recuerda con gran cariño), Antonio Valero, Gerardo Malla, un maestro cercano y amable, Tony y María Isbert, una mujer increíble donde las haya, Joaquín Hinojosa, ahora uno de mis mejores amigos, Ramón Barea, Paco Casares, José Luis Pellicena, con quien la amistad, sin embargo, se fue enfriando, el autor José Sanchis Sinisterra, el director argentino David Amitín, el escritor oscense Javier Tomeo, a quien me presentó mi querido Joan Ollé en Barcelona en el restaurante Flor justo cuando llevaba leídas al menos cinco novelas suyas seguidas, en una comida en la que también asistieron el crítico Marcos Ordóñez y el periodista y escritor Joan Barrill.

En el mundo de los medios de comunicación tengo tres magníficas amigas. Mercedes Odina es la repera. El azar del destino nos situó hace poco compartiendo el mismo trabajo. Pero desde que ella dirigió "Los años vividos" en TVE, yo la admiraba en secreto. Ahora es una referencia sentimental en la distancia: se ha ido a vivir a Nueva York (desde donde fue corresponsal precisamente de esa misma cadena), y se acaba de casar. Se merece la felicidad. La segunda es Pepa Bueno, inteligente y magnífica, conductora de “Los desayunos de la 1”, de TVE, y la tercera, Silvia Tarragona, mordaz, culta y graciosísima, que en las madrugadas conduce con gran acierto en Radio Nacional de España el programa “Imaginario”.

Por supuesto, no puedo olvidarme de José Antonio Labordeta, admirable por tantas cosas, que me animó y ayudó siempre en todo lo que le pedí. 

Pero hubo dos personas que su “directo” literalmente me arrolló: me refiero a Joan Manuel Serrat y a Fernando Fernán Gómez. 

Serrat (Tarres) es un hombre increíblemente interesante, cálido, inteligente. Transmite dos cosas a la vez: serenidad y talento, siempre a través de un lenguaje cordial, modesto y cercano, nunca exento de un fino sentido del humor, de una suerte de permanente y profundo rigor intelectual y personal. Comí con él poco después de su reaparición pública tras su operación quirúrgica y poco más tarde, en un recital al que asistí con Isabel, nos dedicó “Mediterráneo” a ella y “No hago otra cosa que pensar en ti” a mí. Hace poco compartí sus nervios en Zaragoza al comienzo de su gira con Joaquín Sabina en la que ambos están sencillamente soberbios. 

Fernando, por último, es un compendio de sabiduría, experiencia y libertad de espíritu. Fernando es un amigo y me honro de poder decirlo. Fernando creo que me quiere bastante, y yo, desde luego, le quiero, y ambos, cada uno a su manera, queremos a Emma Cohen, la joya de la corona de una casa a las afueras de Madrid en donde el cielo y las estrellas están debajo del techo, y no por encima.

Mitomanías (2)

Mitomanías (2)

El día 8 de Diciembre de 1980, el sicópata Mark David Chapman, después de pedirle un autógrafo, le asestó seis balazos a John Lennon en la puerta del Dakota Building, situado en el número 1 de la calle 72 Oeste de Nueva York. Un edificio construido en 1881 que siempre ha estado rodeado de un halo de mal fario. Recuérdese al respecto la película de Román Polanski “La semilla del diablo”, filmada en 1961. Se terminó así de un plumazo la posibilidad de los cuatro músicos de Liverpool volvieran a reunirse en un estudio de grabación, algo que desde siempre sus seguidores habíamos mantenido en la recámara de nuestras mejores esperanzas, aunque fueran remotas.

  

Enfrente del Dakota se encuentra ahora “Strawery Field”, una zona de Central Park que fue bautizada utilizando el título de la canción que acompañaba a "Peny Lane" y que luego fue incluída en “Magical Mistery Tour”, compuesta por Lennon para los Beatles en 1967, y que fue diseñada por el arquitecto y paisajista Bruce Kelly. Debo confesar que no ha habido viaje a esta ciudad en donde no me haya acercado a ese lugar para rendir un silencioso homenaje al músico asesinado, que representa, junto con George Harrison, una página abierta de manera permanente de mi vida personal. Allí, en una zona acotada, llena de referencias a la cosmovisión del músico inglés, suelen concentrarse (solemos concentrarnos) sus admiradores de un modo respetuoso y correcto.

  

De Manhattan recuerdo también con gran cariño la tarde en que escuché junto a Nieves, mi compañera entonces y madre de mi hijo, a Woody Allen tocar el clarinete en el Michael’s Pub. Previamente habíamos disfrutado viendo cómo se bebía tranquilamente una coca cola en la mesa contigua a la nuestra en compañía de su reciente compañera coreana.

  

Berlín fue para mí hace unos años, el lugar donde el tiempo se detuvo media hora y, junto con mis amigos Felix y Sara, tuve la suerte de pasear por la casa de Bertold Brecht y su esposa, la actriz Helen Weigel. Hicimos fotos, tocamos los muebles y los enseres domésticos de la pareja, acariciamos algún ejemplar de la librería –en concreto, el Fausto, de Goethe-, y miramos por el ventanal desde el que ellos descubrían cada mañana un pequeño jardín en donde ahora reposan precisamente sus propios restos (ver foto). Parecida sensación a la sentida hace tan solo unas semanas, y que intento explicar en un post reciente, en la casa-taller de trabajo de Konstantin Stanislavski, en Moscú. Los dos grandes del teatro disponían de moradas razonablemente confortables, pero exentas por completo de elementos ornamentales vacuos. Por el contrario, un aire de esencialidad flota en ambos espacios interiores y en sus objetos. Parecido al que se respira ahora mismo en casa de Jean Claude Carrière, en París, dramaturgo de Peter Brook, biógrafo y guionista de seis o siete películas de Luis Bueñuel, en donde estuve invitado en tres ocasiones.

  

Las casas… Recuerdo que me impresionaron mucho las de Antonio Gala, en Madrid, a la que me invitó cuando yo tendría apenas veinte años, esta sí que lujosa y bellamente recargada; la de Lluis Llach en la plaza de San Jaume en Barcelona, de la que recuerdo un enorme piano de cola y las paredes prácticamente vacías; la de Albert Boadella, cercana a la cúpula, el lugar donde ensayaban sus espectáculos Els Joglars, una masía llena de cuadros y libros, entre otros los de Dolors Caminal, su esposa y también amiga mía. Esa casa se la quedó finalmente otro amigo, el actor fetiche de la compañía, Ramón Fontseré con quien he compartido horas de intimidad en el fragor de algunos bares.

Casas, cada una diferente a la otra, pero todas hechas a imagen y semejanza de las personas que las habitaban, como no podía ser de otra forma. Como la de Nuria Espert, enfrente del Teatro Real de Madrid, en la que estuve hace algunos años con José Monleón y José Sanchis Sinisterra, entre otras muchas personas, y a la que he vuelto recientemente un par de veces, de un refinado buen gusto, llena de libros y de recuerdos personales: premios, cuadros, dibujos de Rafael Alberti, etc.

Mitomanías (1)

Mitomanías (1)

A lo largo de mi vida he sentido admiración profunda por muchos artistas e intelectuales: escritores, músicos, actores, directores de escena… Sin embargo, hay pocos que han traspasado la frontera de la mitomanía. Es decir, soy un mitómano, sí, pero un mitómano muy selectivo. 

Saco esto a colación después de haber leído un magnífico post escrito por Javier Rioyo sobre el asunto, en su no menos magnífico blog,  www. blogs.elboomeran.com, que desde ahora recomiendo. Como le ha ocurrido a Rioyo, periodista, escritor y actualmente conductor de “Extravagario”, programa que emite la 2 de TVE, París ha sido una de las ciudades especialmente importantes en mi modesta pero firme trayectoria como mitómano. Dentro de la ciudad, sus tres principales cementerios son lugares especialmente estratégicos: el de Montparnasse, el de Père-Lachaise, y el menos conocido de Montmartre.  

Del primero, recuerdo con auténtica emoción el hallazgo de la tumba de César Vallejo, el poeta sobre cuya obra comencé y no concluí una tesina en la Universidad de Barcelona a mediados de los setenta. Encima de su tumba hallé una piedrecita, que alguien abandonaría de manera intencionada y que me traje a mi ciudad en un acto del que después me he arrepentido miles de veces. En la lápida (ver foto) me conmovió leer esa frase extraída de su conocido poema: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”. También se puede leer: “J’ai tant neige pourque tu dourmes, Georgette” (“He nevado tanto para que durmieras, Georgette”) Allí estuve sentado más de una hora, recordando sus poemas, “sus jueves parisinos con aguacero”, su relación de amor con Georgette, la mujer que sentía celos de Pablo Neruda, la manera como el poeta le describía a su madre la grandeza de la ciudad en la que vivió y murió finalmente. Junto a la de Vallejo, están también las tumbas de Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Jean Paul Sartre, Simone de Beavoir, Charles Baudelaire, Margaritte Duras, el cantante Serge Geinsbourg, y tantos otros, que reciben cada día centenares de vistas, muchas de las cuales dejan su testimonio en forma de ramo de flores, tarjeta de visita o simple cajetilla de cigarrillos. 

En el Père-Lachaise, el más grande de París, ubicado en el distrito XX y concebido por el arquitecto Alexandre Theodore Brongniart, descubrí emocionado la tumba de mi admirado Molière, pero también la del pianista Michel Petrucciani, o la de Jim Morrison, el controvertido cantante de The Doors, que es siempre una de las más concurridas. Allí también están, entre otras muchas, las tumbas de Apollinaire, Maria Callas, Alfred de Musset, Marcel Proust, Isadora Duncan, la más reciente de Gilbert Becaud, etc. 

Pero debo destacar la emoción que sentí una fría mañana de invierno en el Cementerio de Montmartre, localizado en el 37 de la Avenue Samson, en el 18 arrondisrement, donde se encuentra la tumba de Héctor Berlioz, Alexandre Dumas hijo, etc. Yo buscaba la de Louis Jouvet, maestro de maestros, de quien acababa de leer varios textos sobre dirección de actores y sobre la experiencia del “Cartel”, el colectivo de directores de escena (Pitöeff, Dullin, Baty y el propio Jouvet) que cambió las directirices del teatro europeo a finales de los años veinte. Encontré finalmente la tumba de Jouvet, pero antes de hacerlo me di cuenta de que mis pies estaban nada menos que encima de los restos de Bernard Marie Koltès, al que considero como  uno de los dramaturgos más importantes del siglo XX, autor entre otros textos de “Roberto Zucco”, “En la soledad de los campos de algodón”, o “Muelle Oeste”. No quiero confesar públicamente lo que se me ocurrió hacer en ese momento, una acción en consonancia con la tormentosa vida de este genial escritor, muerto en Abril de 1989 y paradigma perfecto de los conflictos, pasiones y enfermedades de finales del siglo XX. 

Pero París, claro está, no son solo sus cementerios desde esta perspectiva mitomaníaca. También existen Pigalle con sus tugurios frecuentados por los surrealistas, el boulevard Montparnasse con mi adorados cafés de las que era asiduo Luis Buñuel (El Select, la Coupole, la Closerie des Liles, o la Rotonde), y el boulevard Saint Germain, con los no menos queridos Brasserie Lipp, Le Café de Flore o Le deux Magots, mi preferido, espacios de creación y debate intelectual para Albert Camus, María Casares, Sartre, Beauvoir, etc.

Y qué decir del barrio latino, la plaza y el boulevard de Saint Michelle, que han sido lugares que por razones diferentes jamás olvidaré. Ya conté en mi blog las sensaciones que viví en el primer viaje a comienzo de los años ochenta, en donde la casualidad me llevó hasta la iglesia de Saint Severin un jueves santo, en donde una anciana de pelo blanco bailaba una danza de cuyos compases era ella la única conocedora. Nosotros veíamos bailar a una diosa de la mitología, componiendo una mágica imagen, extraída de alguno de los mejores libros de Cortazar. Poco después el azar me llevó hasta le “Polly Maggo”, situado enfrente justo de la iglesia, un bar infecto pero entrañable, de mesas de madera apolillada  y permanente olor a humedad y aguardiente, en donde escuchar a Paco Ibáñez, Leo Ferré y Jacques Brel fue una costumbre mantenida desde hacía décadas. A ese lugar volví siempre, viaje tras viaje, porque, según me explicaron unos tipos completamente borrachos allí mismo, y Emma Cohen me ratificó después, los jóvenes airados del Mayo del 68 tenían aquí uno de sus campamentos base.  

Pocas decepciones tan grandes como la que sufrí el día en que pude comprobar que tanto este pequeño espacio, como el edificio que lo contenía, situado en la rue Sain Jacques, a pocos metros del boulevard Saint Germain, había sido demolido.

Ahora sí

Ahora sí

Ahora sí.

He superado los problemas de intendencia.

He superado los problemas de pereza.

Necesito volver a escribir.

Me gustaría volver a ser leido.

Vuelvo ya. Desde mañana mismo.

Roberto Zucco.

Como decíamos ayer...

Como decíamos ayer...

Charles Péguy, el escritor católico y discípulo de Bergson, decía que no hay nada más viejo que el periódico de ayer, y que, sin embargo, Homero conservaba una especie de eterna juventud.

Es cierto. En el mundo de los blogs y de internet se podría decir que no hay nada menos actual que un blog no actualizado. Un blog en donde su titular no escribe es como si las hojas de otoño lo cubriesen a los pocos segundos. El cadáver de un blog se descompone rápidamente transmitiendo una acelerada y destructora sensación del paso del tiempo. Además, y esto me ha pasado a mí, provoca una sensación de abandono a quienes tenían la costumbre de frecuentarlo.

Estoy replanteandome el futuro de este blog. Diversas circunstancias han provocado su parálisis. Tal vez la más poderosa sea la más tonta de todas: hace meses que se estropeó el ordenador. Posteriormente me cambié de domicilio y el nuevo continúa embalado esperando una mesa en donde asentarse. Esta precariedad ha propiciado esta situación.

Y también hay otras razones personales. Entre ellas una cierta fatiga para escribir, además de la falta de tiempo para hacerlo.

Sin embargo, en breve tendréis noticias mías. Contemplo tres opciones: a) Dejar de escribir. b) Abrir un nuevo blog con otro perfil. c) Mantener el actual introduciendo nuevas secciones.

Lo estoy pensando. Lo pensaré hasta el día en que llegue la mesa, desembale el nuevo PC y alguien me conecte a internet. En ese momento decidiré.

Me acuerdo mucho de vosotros/as.

 Roberto.

El sentido de este blog

El sentido de este blog

Estoy a punto de regresar a la normalidad, a la rutina. No hay perspectiva que me guste más, como ya saben los que me conocen. En esa normalidad rutinaria incluyo también lo de escribir y leer en mi blog y en los de los demás. Isabel ha regresado, algo desorientada y muy cansada porque sus últimas semanas en República Dominicana fueron agotadoras, pero feliz y contenta por estar aquí y por haber resuelto satisfactoriamente sus quehaceres. Vuelve a su segunda ciudad.

Hace un año en Zaragoza hacía un frío siberiano y ahora, para su sorpresa y para la mía, hace un tiempo casi primaveral. Con ella regresó también mi propia serenidad y esto tiene más de verdad que de metáfora audaz. Ahora todas mis alegrías y mis problemas están cerca, y esa corta distancia hace que las primeras sean más contundentes y la solución de los segundos más abarcable. Cuando escribí el post en el que anunciaba que nos habíamos casado en un pequeño juzgado de Las Terrenas, intentaba decir que a partir de ese momento nos constituíamos en pareja normal, es decir, expuesta a todos los peligros y vendavales pero, al mismo tiempo, concentrada en la vida misma, en las pequeñas conquistas diarias, en los pequeños problemas domésticos, en intentar ser felices, y no en ese estado de ansiedad en el que las personas nos instalamos cuando no controlamos el contorno de nuestras vidas, provocado, en nuestro caso, por la necesidad de que los pasaportes de ambos hablaran el mismo lenguaje.  

Eso es lo que somos ahora mismo: una pareja normal, integrada por dos individuos muy diferentes en algunos aspectos y extraordinariamente coincidentes en otros que quieren perderse entre la multitud. 

Murieron mis padres, la conocí a ella, y, además me ocurrieron otras cosas que alteraron por completo el ritmo de mis días. 2006 acabó, pues, con un balance agridulce, más agri que dulce, salpicado de enormes golpes y grandes momentos. Un “restaurante definitivo” fue el preámbulo de una relación peculiar y apasionada, que se mantuvo y se mantiene a pesar de los inconvenientes que encontró en su camino. Juntos supimos vencer esos inconvenientes, y ahora, sin ellos, nos hamos fortalecido e intentamos vivir con perspectiva, salud y cierta comodidad. Sencillamente. 

Esto es un anuncio. Roberto Zucco tiene previsto dejar de hablar de sí mismo y de sus circunstancias. Por lo menos de “él mismo ahora”. Sé que la página ha virado demasiado hacia la crónica personal en detrimento de ese perfil polémico que tuvo hace más de un año en donde lo importante eran las opiniones sobre cine, teatro, literatura y política, que fueron precisamente su origen. La vida tiene estas cosas: a veces prima algunos de sus aspectos y oscurece otros. Yo no he tenido ni tiempo ni ganas de hablar de teatro, por ejemplo, porque el dolor y la incertidumbre me acuciaban demasiado y la balanza se inclinó absolutamente hacia mi propia realidad. Pretendí ser sincero en la expresión de mis prioridades a costa seguramente de perder lectores por el camino. Sin embargo, me hicieron siempre buena compañía los que se quedaron, ahí fuera y al lado mío. 

Ojalá vuelva a producirse ese fenómeno de integración intelectual del que tan orgulloso me sentí en su momento. Yo apuesto por eso a partir de hoy mismo.  Ya puedo escribir de algo diferente a mi propia angustia.

Mala suerte

Mala suerte

Me fui de bitacoras porque se estropeaba demasiado el artilugio. Me cambié a blogia porque teóricamente no se estropeaba nunca. Al cabo de un mes se estropea blogia. Estos señores son muy educados y cuando he querido entrar en mi página y en otras me explicaban muy correctamente en qué consistía la avería y otros detalles. Lo de bitacoras me llegó a hacer gracia. Cuando intentaba colgar un nuevo artículo o leer un simple comentario me decía que "se había producido un error inesperado..." Digo que tenía gracia porque llegó un momento en que lo inesperado hubiera sido que la cosa funcionara correctamente.

Pues bien, ahora blogia ha estado fastidiado y cuando al fin consigo entrar veo que el último post que colgué desde Barcelona, y que yo vi con mis propios ojos, ha desaparecido. Se lo habrá tragado la enfermedad informática o yo qué sé qué demonios. Lo reescribiré en el transcurso de las próximas horas.