Sentimentalmente antifranquista (y 6)
Lo conocí en los camerinos del teatro Principal de Zaragoza a comienzos de Enero de 1974. Por aquel tiempo él era una realidad, pero sobre todo una esperanza. Es decir, ya nadie discutía su talento, demostrado de forma palpable en su gran éxito “Los verdes campos del Edén”, que también había dirigido José Luis Alonso. Pero era una esperanza de renovación en el apolillado panorama del teatro español, un camino que esa obra había abierto y que conectaba con un teatro poético de gran nivel, como podía ser el de Lorca, o el de Jean Giradoux, en Francia, cargado también de significaciones políticas.
Yo seguía escribiendo en “Aragón Exprés”, y creo que por esa razón me acerqué al teatro para pedirle una entrevista, que rápidamente me concedió, citándome en los camerinos durante la sesión de noche. Así pues, hablamos mientras los actores, en el escenario, representaban su obra y el eco de sus voces llegaba difuminado hasta donde estábamos sentados frente a frente.
Como es fácil entender, yo me sentía extremadamente complacido de tener delante de mí a alguien que admiraba muy en serio, y que, como le ha ocurrido el resto de su vida, hablaba tan bien como escribía. Se decía por los mentideros más variados que Gala estaba muy enfermo –creo que él mismo cultivaba una estudiada imagen de fragilidad-, y que padecía una dolencia hepática, o algo así, que al final le quitaría la vida. A pesar de esto y del respeto que su figura me merecía, me sentía cómodo aquella noche, y creo que él también lo estaba. Por eso, con su permiso, la entrevista fue transformándose en una conversación sobre aspectos no relacionados directamente con las características específicas de su manera de escribir.
En un momento concreto, yo le dije: “Don Antonio, como es probablemente la última vez que nos vamos a ver, me gustaría que me diera su opinión personal sobre...” En ese momento me pareció ver un gesto contrariado en su cara que no supe interpretar, pero no sólo me contestó a esa pregunta, que creo que versaba sobre la manera de escribir de Azorín, a quien por aquel entonces yo leía mucho, sino a todas las que se me iban ocurriendo. Me habló de la concisión azoriniana en términos peyorativos (“los españoles somos adjetivadores por naturaleza...”) y me habló de los sentimientos, del amor, de la literatura y de la sociedad en la que vivíamos. Sus palabras quedaron registradas, y todavía resuenan con un eco muy característico, mezcladas con la de los personajes de su obra representada unos metros más abajo.
Cuando acabamos de hablar y me disponía a guardar los papeles y a cerrar la grabadora, y después de agradecerle la deferencia que había tenido conmigo, Gala me preguntó que porqué había dicho eso de que “como es la última vez que nos vamos a ver...” Me quedé algo desconcertado, y creo que le contesté que seguramente su trabajo le iba a impedir regresar a Zaragoza, o yo que sé... El me dijo: “Eso tiene fácil remedio. Telefonéeme cuando vaya usted a Madrid, y nos volveremos a ver...”
Casualmente yo iba a ir a Madrid al cabo de unos días con motivo de una boda, acompañado de María Angeles, y así se lo hice saber. Nos despedimos, y, efectivamente, ya en Madrid llamé al número que Gala me había proporcionado.
Al otro lado apareció una voz masculina, un poco afectada. Creo que era su mayordomo, que, al identificarme como “el periodista joven” me pidió que esperara unos instantes. Finalmente Antonio Gala, muy cordial, me dijo que fuera a verle en ese momento y me dio los datos de su vivienda que estaba en la calle del Darro. Un taxi, que me costó bastante dinero comparado con lo que costaban los de mi ciudad, me llevó hasta allí en pocos minutos atravesando Madrid a toda velocidad.
Recuerdo de aquella casa de manera especial una mesa repleta de ceniceros de plata de todos los tamaños posibles, y una gran estantería blanca llena de libros de infinitos colores. Era una casa decorada sin duda con un gusto exquisito, en donde entraba y salía su famoso perro Zoylo, principal inspirador de una serie de artículos muy famosos por aquellos años. También había bastones por todas partes y creo recordar que su propietario se ayudaba de uno de ellos en el interior de su vivienda.
De la conversación apenas recuerdo la alusión que yo hice al precio del taxi y poco más, o más bien nada en absoluto. Sin embargo, he valorado el resto de mi vida todo aquello como una experiencia personal y teatral extraordinaria de cuyo origen todo han sido dudas. Siempre quise pensar que Gala había dado un respingo en su asiento aquella noche ante la posibilidad de “verme por última vez”. Es decir, imaginándomelo como una persona andaluza y, en consecuencia, supersticiosa, tratando de verme a toda costa “otra vez”, como forma de ahuyentar el carácter premonitorio de una afirmación que, por otra parte, hice con la mayor de las ingenuidades. Hace no mucho una persona a quien le conté todo esto quiso encontrar otra interpretación: el escritor, que entonces rondaría la cuarentena, se había enamorado de ese joven periodista aragonés que tantas cosas quiso preguntarle una noche en los camerinos del teatro Principal de Zaragoza. Pero yo no lo creo.
Solo le vi una vez más. Fue nuevamente en Zaragoza cuando mi madre me arrastró hasta el Corte Inglés para que le firmara uno de sus libros. Cuando me identifiqué, el escritor, ya por entonces bastante menos rompedor en todos los sentidos y con muchos éxitos teatrales y literarios a sus espaldas, creo que consiguió recordarme y le dijo a mi madre, con gran amabilidad por su parte, que yo era una persona “muy capaz”. Después, cuando me enrolé en las filas de una compañía de teatro independiente, Antonio Gala se convirtió en uno de esos iconos intelectuales de la burguesía contra los que precisamente luchábamos con toda la ferocidad de la que éramos “capaces”. Es decir, de una manera estúpida, perdí una relación de la que seguramente hubiera aprendido mucho si hubiera sabido conservarla.
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