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roberto zucco

Sentimentalmente antifranquista (1)

Sentimentalmente antifranquista (1)

 

Terminé Primero de Filosofía y Letras con unas notas repletas de Sobresalientes y Matrículas de Honor. Esto era la consecuencia de dos factores. Por un lado, ciertamente, de mi propio esfuerzo. Es decir, había logrado ponerme a estudiar, aunque jamás de una manera sistemática y nunca durante un tiempo demasiado prolongado. También, lo confieso ahora, como consecuencia de mi creciente habilidad para copiar en los exámenes, especialmente en las asignaturas de Latín y Griego que me seguían trayendo por la calle de la amargura. Por una cosa o por otra, mi expediente académico era uno de los mejores del curso, algo que poco tiempo después iba a reportarme alguna ventaja en la elección de Universidad para proseguir mis estudios. En cualquier caso, con aquellas notas se relajó bastante mi espíritu atormentado ante la posibilidad de “no ser nada en este mundo” y mis padres respiraron un poco más felices.

  

Mi idolatrado profesor Carreras me tranquilizó un día en su despacho. Vino a mostrarme que era una enorme estupidez considerar la vida como una sucesión de plazos a los que hay que llegar a tiempo, como si de una carrera de obstáculos se tratara. Le quitó importancia al hecho de haber invertido un año teóricamente inútil en la Facultad de Derecho, y haber perdido de alguna manera la estela de mis amigos del colegio, y me explicó la sencilla pero importante verdad de que cada uno debe tener su propia cronología y que lo importante era vivirla con responsable autenticidad. Relajado y bastante contento afronté el verano de 1973.

  

Aquellas plácidas noches en las que mis padres supongo que estarían en Torredembarra, las dedicaba a la lectura o a tomar copas con mis amigotes. Una de mis costumbres era visitar a mi compañero de clase Lalo, que, por aquellos días trabajaba de conserje nocturno en un hotel de la calle Alfonso. Solía encontrármelo a la fresca, sentado en la puerta a una hora en que la mayoría de los huéspedes ya reposaban en las habitaciones, y leyendo con auténtica fruición algunos de esos libros de los que después nos disertaba en clase o en los pasillos de la facultad. Charlábamos sobre literatura y política, principalmente, y fue él quien el once de Septiembre (¡cuántas cosas han pasado en esa fecha!) me comunicó que en Chile había habido un golpe de estado que había derrocado al presidente Salvador Allende.

  

La noticia me impresionó profundamente porque desde hacía meses las iniciativas de Allende y su gobierno de la Unidad Popular me interesaban de manera especial.

  

Sin duda, muchos universitarios sentimentalmente antifranquistas veíamos en lo que estaba ocurriendo en aquel país un camino de esperanza para el nuestro. Allende había aplicado reformas económicas que no sólo profundizaban en la democracia sino que avanzaban en la consecución de importantes e irreversibles logros sociales. Es decir, era un referente y un ejemplo sobre lo que nosotros queríamos que sucediera aquí. Sin duda, el gobierno de los Estados Unidos no podía permitir que se instaurara delante de sus propias narices un estado con claras aspiraciones socialistas, y mucho menos que su implantación fuera por métodos democráticos, es decir con la sucesiva aplicación de reformas y sin derramamiento de sangre, desmintiendo la imagen del comunismo como resultado de crueles y terribles luchas fratricidas. Cuba era una dictadura, pero Chile era un modelo de democracia avanzada, intolerable en la medida que su ejemplo podía servir de estímulo para otros países de la zona.

  

Durante los días siguientes, las noticias fueron arrojando un resultado desolador. Salvador Allende se había suicidado en el Palacio de la Moneda, después de haber resistido heroica e inútilmente los ataques de la aviación golpista. En el estadio de fútbol de Santiago y en otros lugares se hacinaban miles de presos que iban a ser torturados o asesinados sin piedad. Se decía que Víctor Jara, un cantante revolucionario que unos días más tarde hubiera cumplido cuarenta y un años, partidario y amigo del derrocado Presidente, era uno de ellos y, como posteriormente se supo, había muerto, con esas manos que le servían para acompañarse con la guitarra en la interpretación de sus comprometidas canciones, salvajemente quebradas.

  Y todo ese horror tenía una cara reconocible: la del general Augusto Pinochet.

Qué curiosa circunstancia… Este criminal, que asesinó, torturó, secuestró, también le robó a su propio pueblo. Durante estos días precisamente, cuando han pasado ya varios meses de su propia muerte, es su familia la que acaba de ser imputada de diversos delitos financieros relacionados con esos abusos del dictador. Es decir, que también eran cómplices. Hay que recordar también que durante los últimos años de la vida de Pinochet se sucedieron una enorme cantidad de acusaciones formales de todos sus delitos, librándose auténticas batallas judiciales que de no ser por las argucias de sus abogados hubieran desembocado en condenas expresas. Tal vez no hubiera terminado en la cárcel, que es lo que todos queríamos, pero simbólicamente hubiera servido para reparar en alguna medida tanto dolor causado por este sapo de la historia contemporánea. Es decir, los años han pasado, y lo que Lalo y yo, y tantos miles de personas en el mundo veíamos con claridad entonces, ha quedado diametralmente  probado ahora.  A veces, demostrar que es de noche a las dos de la madrugada se convierte en algo agotador, precisamente por su obviedad…

Marceau

Marceau

En la tercera edición del extinto Festival de Teatro de Zaragoza, tuvimos la oportunidad de oro de traer al Teatro Principal, entre otras grandes artistas y compañías internacionales, a Philipe Caubere, protagonista de “Molière”, la película de Ariane Mnouchkine, al Berliner Ensemble, que era la primera vez que visitaba España, al Piccolo Teatro de Milán, con Ferrucio Soleri a la cabeza, y a Marcel Marceau, el gran mimo francés que ha muerto hace apenas unos días en París. Fue una edición memorable, que el público respaldó con una afluencia masiva y con la que pretendíamos presentar diversas estéticas ya asentadas en el panorama europeo de las artes escénicas.

  

Era Junio de 1982, Marcel Marceau tenía entonces 59 años y ya había quien bromeaba con su longevidad y con su teórica falta de recursos físicos para mantenerse encima de un escenario. El día de su presentación había, sin embargo, una expectación extraordinaria, y pasaron muy pocos minutos para que todo el mundo nos diéramos cuenta de dos cosas: este hombre se encontraba en plena forma, por una parte, y su presencia seguía siendo conmovedora, divertida y muy hermosa, por otra. Hora y media duró aquella exhibición de talento escénico, mostrado fundamentalmente a través de ese personaje “Bip”, que había creado en 1947, extraído de “Las grandes esperanzas”, de Dickens, y que él en algún lugar había definido como una especie de “don Quijote que se bate con los molinos de la vida actual”.

  

Con él tuve dos encuentros en apenas unas horas. El primero tuvo lugar en el llamado Salón de Té, del Teatro Principal, en una especie de rueda de prensa previa a su actuación organizada en colaboración con la Escuela Municipal de Teatro. Allí mostró un cierto punto de insolencia: nada parecía gustarle, ni la disposición de las sillas, ni la hora en que se realizó, ni el carácter de algunas preguntas. Pero al día siguiente tuve la oportunidad de pasear con él por las calles de Zaragoza. En la corta distancia me pareció otro hombre. Aproveché para conocer de primera mano aspectos de la estela que había dejado en él Charles Chaplin, a quien admiraba desde niño y con quien coincidió una sola vez. En realidad había mucho de “Charlot” en ese desvalido héroe que defendía a los débiles y se entretenía abriendo flores en mitad de un jardín que solo existía en nuestra imaginación de espectadores.

  

Hablamos también  de la personalidad de Jean Louis Barrault, en cuya compañía estuvo a lo largo de mucho tiempo, y con el que hizo varias colaboraciones memorables, entre ellas en la película “Les enfants du Paradis”, que en 1945 ambos rodaron bajo las ordenes de Marcel Carné y en donde coincidió con una Maria Casares espléndida. Hubo mucho tiempo también para hablar también del maestro directo de ambos, Ettiene Decroux, en cuya escuela aprendió gran parte de una técnica que el paso del tiempo había ido elaborando y que los zaragozanos teníamos ahora la ocasión de disfrutar.

  

 Pero lo que más recuerdo de aquellas horas en las que nos dimos una vuelta por los alrededores de La Seo y nos comimos unas gambas que le volvieron literalmente loco en “Belanche”, fue su profunda admiración por Goya, y su exhaustivo conocimiento sobre la guerra civil española de la que me dijo que representaba para él un paradigma del horror y que incluso le había inspirado un texto que desconozco si finalmente terminaría publicando. La guerra y el fascismo eran temas que oscurecían su paleta de pintor de caracteres. No en vano, cuando apenas contaba con quince años, él y su familia abandonaron Francia huyendo de los nazis, como muchos otros practicantes de la religión judía.

  

Me habló mucho de su propio arte, del mimo, que él contribuyó como nadie a actualizar y a mantener vigente en el siglo XX. Se sentía modestamente heredero de una gran tradición teatral considerada siempre como menor en relación a los géneros clásicos representados por el teatro de texto. El había dignificado y elevado a los altares de las mejores y más exigentes citas artísticas del calendario anual de muestras y festivales de todo el mundo ese lenguaje basado en el silencio y en el gesto.

Hace poco leí unas declaraciones suyas en un periódico español: “El arte del mimo es el grito desgarrado del alma entre el bien y el mal con la esperanza de que el bien sea mayoritario”. Es exactamente el resumen que yo saqué de sus palabras de aquella tarde de verano en Zaragoza.

Otoño, una vez más

Otoño, una vez más

1.

El país se repone de la decepción. Finalmente la selección española de baloncesto no conquistó la medalla de oro en los pasados campeonatos de Europa. Estas cosas, estas frustraciones hubieran sido impensables hace unos años, en los que quedar octavos o novenos producía la frustración. Algo así les debe ocurrir ahora a los pocos aficionados a la selección de EEUU, que a pesar de estar integrada pos jugadores de la NBA, o tal vez por eso mismo, se están acostumbrando a perder. En la vida todo es relativo con respecto a valores cambiantes y a perspectivas diversas. Aquella medalla de plata en los Juegos Olímpicos de los Angeles supo a gloria y esta medalla de plata suena a fracaso.

  2

Leo “Memorias de ultratumba”, de Chateaubriand. A esta estación llegué de la mano de Paul Auster. Releí recientemente en República Dominicana su novela “El libro de las ilusiones” y en ella su protagonista, un profesor universitario en una situación personal desesperada, le encargan la traducción de este hermoso libro. Esta circunstancia coincide con otras peripecias internas de la novela y a mí me despertó el apetito de enfrentarme a las seiscientas páginas con espíritu de lector de fondo, sabiendo que será mi compañía a lo largo de los próximos días, que me acompañará en mis viajes y que será lo último que verán mis ojos por las noches.

  

Me maravilla. Está extraordinariamente escrito. La mirada de Chataubriand es distante e intelectualizada. Por sus páginas flota una visión romántica, reaccionaria y profundamente religiosa. La revolución francesa fue para este hombre cultivado y cosmopolita una sucesión de despropósitos y de actos de crueldad que él sin embargo describe con gran amargura pero con cierta contención y sutileza. Me siento cerca de ese buen gusto del autor y lejos de sus opiniones políticas, de esa adhesión monárquica incondicional, de esa adoración por el mundo que representaba el "ancien régime" y que ante sus ojos atónitos empezó a dejar de existir.

  3

Hablando del antiguo régimen: en alguna ocasión he escrito sobre mi tía M. Es una mujer extremadamente conservadora, permanentemente atemorizada por la vida y sus circunstancias. Vive pensando que se va a derrumbar el techo de la habitación, que va a desbordarse el río más cercano, y que va a declarse el próximo fin de semana la tercera guerra mundial. Siempre fue así, pero con los años sus tendencias naturales se han afianzado todavía más. A raiz de la muerte de mis padres, decidió irse a vivir a una residencia y su nuevo temor consiste en creer ahora que llegará un día en que no podrá pagarla. Yo sé que eso no es verdad porque tiene bien guardados los ahorros de toda una vida y la cuantía de los mismos le van a permitir vivir confortablemente y sin ningún tipo de agobio.

  

Hace un rato le contaba a mi amiga Eva que ayer fui a verla y entre nosotros se produjo una extraña conexión. No recuerdo el momento en que empezó a hablar del pasado, y en concreto del momento en que mi familia materna, mis abuelos, mi tío, mi madre y ella se establecieron en Zaragoza en 1952 llegados desde Andalucía. Parecía ensimismada, muy concentrada en los recuerdos y en los detalles y sus ojos se llenaban con frecuencia de lágrimas. Yo la dejaba hablar y llorar mientras atardecía con parecida suavidad a la cadencia de su voz. Vive atemorizada, sí, absurda e inutilmente atemorizada, pero ayer por la tarde pude conocer algunas razones que dieron origen a ese carácter temeroso y desconfiado. Me habló de algunos comportamientos de personas ya desaparecidas y situaciones familiares que a ella y a sus hermanos les afectaron profundamente y que yo desconocía por completo. Pertenecen a ese tipo de realidades que siempre se intenta ocultar por vergüenza o por miedo. Salí de la residencia sabiendo más de mi propia familia y de mí.

  4.

Mañana llega el Otoño  y mi hijo cumple once años. Está en ese momento en el que ya empieza a aburrirle el Pato Donald y está obsesionado con unos juegos de internet que, tanto por sus temas argumentales, como por la complejidad de sus técnicas, me hacen comprender que estamos ya a las puertas de la adolescencia.

Concurso de ideas, por favor. ¿Qué le regalo?

Francisco Umbral

Francisco Umbral

Para mi amiga Iris: un placer verla y compartir coreografías aburridas. Con ella lo son mucho menos.

  

Durante estas semanas se ha escrito mucho sobre Francisco Umbral en periódicos y revistas, y también aquí, en el mundo de los blogs, a pesar de que a este hombre le ha pasado lo peor que le ha podido pasar: morirse al mismo tiempo que un futbolista en el campo de fútbol, fenómeno que nos conmueve a la mayoría de una manera tan extraordinaria y mediática, que eclipsa el brillo de otras muertes. La muerte de Umbral pasó desapercibida en proporción a la de Antonio Puerta, lateral del Sevilla, que tuvo toda la emoción, el morbo, e incluso el “interés científico” suficiente para dejar en un segundo plano, casi imperceptible para muchos, la de uno de los escritores e intelectuales más relevantes del pasado siglo XX. Pero eso a Umbral le hubiera parecido completamente normal, tan atento como estuvo a la prosa de la vida, a los líos con Hacienda de Lola Flores, o al en cierto momento previsible regreso a los andamios de David Bustamante. Porque pocos personajes públicos han sabido estar más cómodos entre lo sublime y lo chabacano como este hombre a lo largo de las últimas décadas.

  

He leído bastante y muchos de esos reportajes, y hay una especie de idea/ resumen que sintetiza casi todo lo dicho y oído: Umbral era un gran escritor pero un controvertido personaje, que, como tal, generaba pocas simpatías, cada vez menos. En la memoria pesa demasiado aquella entrevista que le hiciera Mercedes Milá hace unos años en la que él reclamaba hablar de “su libro” a toda costa y menos de los temas que iban saliendo sobre la mesa. Ese “yo he venido a hablar de mi libro” terminó convirtiéndose en un chascarrillo muy popular y probablemente definitivamente creador de la imagen de un hombre caprichoso, malhumorado, vanidoso y autoritario. Un hombre que, como él reconoce en su último libro “Amado siglo XX”, se encontraba realizando un “largo viaje a la derecha” y me temo que también hacia una especie de soledad muy premiada y reconocida, pero soledad al fin y al cabo.

  

Pero para mí, la imagen de Umbral, independientemente de que ideológicamente cada vez lo he ido notando más lejano, menos representativo de mi propio mundo interior, está indisolublemente asociada a los amaneceres del comienzo de mi despertar personal, intelectual y político a la vida, cuando después de mis noches de juerga, me precipitaba hacia la habitual cafetería Imperia de Zaragoza, con el periódico en la mano, para leer de manera especialmente ávida los deportes y su columna diaria. Esa columna que, como género literario, tanta tradición tenía en el periodismo francés y español, y que él en ese momento (finales de los setenta) le confería una nueva inyección de interés y calidad. En esa columna, recuerdo que situada en la contraportada del Heraldo de Aragón, como en la de otros periódicos de provincias, se escribía de todo, pero de una manera siempre deslumbrante. Allí ya estaban las principales virtudes literarias del autor: dominio y conocimiento absoluto del lenguaje, tendencia a la brillantez y a la paradoja, utilización de las metáforas inesperadas, sabia dosificación de lo culto y lo coloquial, adjetivación exacta y al mismo tiempo sorprendente, etc. Merecía la pena trasnochar y esperar la fantasmal aparición de los primeros vendedores de la prensa para poder leer esta columna diaria de Francisco Umbral, porque a través de ella conocí las columnas de otros periodistas escritores de los que él mismo se confesaba discípulo, entre los cuales destacaban Azorín, Eugenio D´Ors, y naturalmente César González Ruano. Probablemente yo le debo a Umbral, como ahora a Paul Auster y a Fernando Savater, su capacidad para motivar en mi la necesidad y gusto de leer a otros escritores de los que ellos se sienten herederos, discípulos o simples admiradores. Así he conocido a Montaigne, Chateaubriand, Sciascia, e incluso al propio Jorge Luis Borges.

  

Después, la columna de Umbral me llevó hasta sus propios libros. He leído muchos libros de Umbral (me he dado cuenta precisamente ahora con el traslado al nuevo piso), y la memoria hace que yo seleccione mentalmente algunos y me haya olvidado de otros: recuerdo bien,  por ejemplo,  “Las ninfas”, “Travesía de Madrid”, o la gozosa lectura de “La leyenda de un César Visionario”, biografía novelada de Franco que me conmovió, y de la que me aprendí de memoria sus cuatro primeras líneas: “En un Burgos salmantino de tedio y plateresco, en una Salamanca burgalesa de plata fría, Francisco Franco Bahamonde, dictador de mesa camilla, merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte”. Recuerdo también, porque lo leí en mi etapa universitaria y con fines pedagógicos, un estudio/biografía que me pareció magnífico sobre Valle Inclán, otro de sus iconos, y que, además de explicarme la vida y la obra del escritor gallego, me sirvió para entrar en la de Quevedo y Larra, pues Umbral, un auténtico conocedor de la literatura española, desde el principio estableció que entre los tres formaban la línea medular de la selección española del pensamiento crítico.

   

Singular recuerdo tengo de su “Diccionario de Literatura, España 1941-1993”, un libro que fue criticado por su indisimulada parcialidad, defecto/virtud que era precisamente lo esencial en él. Consciente de que esas críticas iban a producirse, Umbral había escrito en su prólogo: “Este libro es un encargo. En la profesión de escritor se principia haciendo encargos por necesidad y se termina haciendo encargos por vanidad. Quiere decirse que uno ya solo cree, más o menos, en los libros de encargo. Mejor que tener inspiración es tener encargos”. Líneas más abajo, Umbral diseccionaba la literatura española y la dividía en “casticista” y “babelista”, estableciendo que la mejor es la que participa de ambos conceptos: “el que solo es casticista (García Serrano) o solo es babelizante (los angloaburridos) es un baldado intelectual, un autolimitado, un autor plano, a la larga”.

  

Ni que decir tiene que estos “baldados” fueron los que más se cabrearon con el autor de un diccionario, cuyo autor renunciaba expresamente a pedir perdón por sus voluntarias arbitrarieadades. Porque inteligente hasta la exasperación, subjetivo hasta la fatiga, Umbral decidió prescindir en ese libro de nombres relevantes de la literatura española con los que él personalmente no se llevaba bien, incluir  términos como “Coño”, “Whisky”, “Mierda” o “Ruta del Bakalao”, e introducir nombres tan discutibles en una obra de esta naturaleza como el de Agatha Ruiz de la Prada, de la que escribió: “Barcelona. Diseñadora, modista, arquitecto, mujer inquieta, bella y creativa. Su prosa cultiva un naïf muy logrado, casi auténtico. Toda ella es literatura, aunque no lo sabe. En su mesilla de noche he visto un tomo de Proust”. Por último, algunos de los incluidos hubieran preferido ser ignorados. De Fernando Arrabal decía: “Arrabal no se ve obligado a exiliarse de la dictadura por lo que escribe, sino que se exilia para escribir. Para escribir que se ha exiliado”. De Leopoldo Alas, nieto de Clarín, escribía: “de noche suele salir con mamá, lo que le hace un eterno hospiciano de la literatura. También practicaban madres los Panero y los Haro”.

  

Ese era el Umbral iconoclasta que tanto me divertía y tanto me enseñó siempre, un escritor que se fue yendo a la derecha, y que se fue ensombreciendo personalmente a golpe de mala leche, de bufandeo y de exabrupto solipsista. En sus recientes memorias introduce el término sartriano “escribir contra uno mismo”, algo que me llamó la atención y que entendí como una explícita despedida. Le admiré mucho, lo detesté como todos, y lo recordaré aplaudiendo detrás de mi entre el público que veía “la Velada en Benicarló”, de Manuel Azaña, en el Teatro Bellas Artes de Madrid, cuando un espectador gritó “Viva la República” después de la función que había dirigido José Luís Gómez y que protagonizaba José Bódalo.

De “Amado siglo XX” me quedo con estas frases que me parecen un buen resumen de su postura persona e intelectual:

“Escribo y escribo. Me deleito en mi prosa esperando que llegue la página fundamental, única, sincera. Escribir es un bello oficio si se escribe así. Cuando se escribe por llenar folios se está moviendo la industria tipográfica, pero nada más”.

El toro de Tordesillas

El toro de Tordesillas

El otro día un amigo querido me invitó a comer en su casa de Tarazona, una población de la provincia de Zaragoza en donde he estado en varias ocasiones. Su madre nos preparó un sobrio menú a base de costillas y ensalada que estaba de rechupete. Merodeaba por la habitación la abuela de mi amigo, una señora vital y graciosísima, que viendo que no me terminaba la ensalada, me dijo: “termínate los tomaticos, que están muy buenos, que no hay que dejar nada en el plato, maño…”. Esa recomendación, que hacía tiempo que no oía, es muy frecuente por parte de personas mayores que vivieron no hace mucho alguna situación de conmoción social profunda, como en España  supusieron la  guerra civil y la posguerra, llenas  ambas de sinsabores y estrecheces.

  

Ocurre que en el viaje de vuelta caí en la cuenta de que precisamente en Tarazona, a finales de todos los meses de Agosto y con motivo de las fiestas de San Atilano, se celebra la llamada fiesta del “cipotegato”, un curioso personaje al que cientos de personas acribillan literalmente a tomatazos. El origen parece estar en el siglo XIII, cuando se soltaba un reo en día grande las fiestas y éste se ponía a correr para esquivar los pedruscos que le tiraban los vecinos entre risas… Pensé que con el paso de los años habíamos avanzado: de un acto violento en sí mismo, habíamos pasado a su representación simbólica con lo cual todos habíamos salido ganando. Supongo que en ese menester festivo actual, del que todo el mundo sale completamente manchado de rojo, pero no rojo de sangre sino de tomate, se emplean toneladas y toneladas de proyectiles frutíciolas ante la felicidad de la población en general, y de la abuela de mi amigo en particular, a la que seguramente no se le disparan los mecanismos sicológicos del otro día. ¿Cuál es la diferencia sustancial? ¿Cómo un simple "tomatico" abandonado en el plato le parece a esta maravillosa señora un dispendio inadmisible y, sin embargo, esa utilización de tanto "tomatico", que termina despanzurrado en las camisetas de los turistas, le parece algo perfectamente asumible por su conciencia?

  

La respuesta es evidente: en el segundo de los casos, el derroche se enmarca en el contexto de una fiesta “tradicional”.

  

La Real Academia de la Lengua define así la palabra tradición: “Comunicación de hechos históricos y elementos socioculturales de generación en generación”. Lo que el Diccionario no dice en absoluto, ni puede decir en ningún caso, es cuántas veces debe repetirse lo que sea para que estemos verdaderamente ante una tradición: ¿más de diez veces, de cien, de mil…? Y tampoco se mete en los berenjenales de si lo tradicional tiene que ser necesariamente bueno o malo éticamente hablando. Aplicando la lógica, habrá cosas tradicionales que para serlo precisarán menos veces, y otras que más. Habrá cosas que serán buenas o malas, independientemente de que sean tradicionales o no.

  

Pues bien, seguía yo con mis reflexiones “on the road” y pensaba: “Claro, lo que ocurre es que muchas veces la calificación de “tradicional” inviste a la cosa de una especie de inmunidad moral que, en algunos casos, es terrorífica. O dicho de otra manera, me gustaría examinar cosa por cosa para ver si, aunque sea tradicional, es justa y acorde con los tiempos, pongamos por caso. Porque la justicia es una categoría moral más importante que la tradición, considerada en abstracto”.

Como viera que mi diarrea filosófica avanzaba, le pedí a quien me transportaba que parásemos en una gasolinera para tomarnos un cortado...

  

Pero mi cabeza seguía a pleno rendimiento: "Veamos algunos ejemplos flagrantes. La llamada fiesta de los toros. Es tradicional, no cabe duda, en cuanto que repetida y enraizada en las llamadas "señas de identidad" de muchos lugares. (En otra ocasión intentaré examinar lo de las susodichas "señas" porque me parece que en ese concepto también se esconde una buena dosis de impostura...). Los toros, pensaba... Y claro, la fiesta de los toros, por muy tradicional que sea, no deja de estar cuestionada por muchas personas a las que, como a mí, les parece la tortura de un animal indefenso, en cuanto que menos inteligente y desconocedor de su destino, que el torero que lo está toreando. Es un abuso, realizado, en nuestra opinión, con crueldad y alevosía, perpetrado ante miles de personas a las que todo este asunto, desde luego, no les parece para nada una tropelía sino una sana y conservable tradición nacional".

  

Interrumpo aquí el relato de mis reflexiones. Precisamente ayer leo en El País una noticia estremecedora: “Tordesillas festeja la muerte a lanzadas de un toro”. En primera página se muestra la imagen de un animal sangrando y con la cabeza gacha, y a pie de foto se puede leer: “Casi una hora tardó Enrejado en morir. (…) Medievales corredores, a pie y a caballo, acosaron al infortunado Toro de la Vega, lo acorralaron y le dieron muerte de varias lanzadas sin permitir que informadores y fotógrafos registraran la agonía última del animal. El polémico y tradicional festejo está declarado de interés turístico”.

  

Cuando llegué a Zaragoza empecé a escribir algo que iba a ser el comienzo de un post sobre la tradición y que ha terminado siendo el final:

  

“Menos mal que no entendemos como tradicional arrear palizas a tu cónyuge, exterminar judíos en hornos crematorios, o violar a niñas en burdeles infantiles, actos que la inmensa mayoría consideramos abominables. Desgraciadamente se hacen mucho y a lo largo de mucho tiempo, lo cual no confiere a estos actos ignominiosos la categoría de moralmente buenos, aunque, si los mirásemos con ojos favorables, reunirían ciertos requisitos para poder ser considerados como tradicionales. Examinemos, por tanto, una por una todas las tradiciones y expulsemos de nuestro acerbo cultural aquellas que ya no se correspondan sino que expresamente contradicen los valores que defendemos como justos y necesarios en este momento de la historia”.

Si me hace caso la autoridad competente y pone en práctica mi recomendación, el Toro de Tordesilllas no volverá a ser torturado por unos individuos salvajes que se amparan en la tradición, valor que a ellos les exhime año tras año de analizar y poner en cuestión la idoneidad de su conducta.

Y añado: por mí podéis iros a la mierda con vuestras anacrónicas tradiciones.

Un mundo peor (lo visible y lo invisible como dialéctica del horror)

Un mundo peor (lo visible y lo invisible como dialéctica del horror)

Recordaremos siempre aquel día en que las torres gemelas se desmoronaron. La televisión, claro, estaba ahí, y de ese espectáculo dantesco cada uno sacamos nuestras consecuencias, una vez que esas imágenes se acomodaron en nuestro interior.

  

Seis años después ya sabemos que los norteamericanos han perdido una excelente oportunidad para reflexionar no solo sobre sí mismos sino sobre su presencia en el mundo. Desgraciadamente para todos han hecho una elipse intelectual, inducidos por la administración Busch y sus especialistas en explicar la realidad: sus televisiones, sus analistas orgánicos, sus intelectuales amaestrados, etc. Los resultados de esa elipse los conocemos todos porque es, al fin y al cabo, la doctrina oficial del imperio: el enemigo está ahí, agazapado y oculto. Al comunismo norteamericano también le pasaba un poco lo mismo: estaba por ahí, en los medios de comunicación, en las cabezas de algunos intelectuales... Para encontrarlo se designó a un duro oficial: el senador Joseph Raymond McCarthy que hizo un trabajo ejemplar. A este de ahora, busquémosle hasta en nuestra propia familia, hasta debajo de la cama. Y si no lo encontramos, imaginémoslo. El enemigo, como el demonio, es malo “per se” y un poco estúpido: simplemente desea el mal de los Estados Unidos, representante de los valores democráticos, de la civilización y el progreso. Nosotros no hemos hecho nada infame, el mal es un territorio de "ellos", de los malos, como si la vida fuera en definitiva una película de vaqueros. Y claro, a partir de ahí todos los excesos se deben entender y disculpar, porque en el fondo no lo son. Son mecanismos de defensa, guantánamos lógicos y necesarios para contrarrestar la ignominia.

  

Nada de autocrítica, pues. La política exterior de los Estados Unidos es la correcta y siempre lo fue. Nuestros valores son “los valores” y siempre lo fueron. Estuvo bien siempre nuestra participación en Vietnam, en Chile, en todos los lugares del planeta, como ahora en Venezuela, en donde se cuestiona lo incuestionable, y de forma especial, nuestra participación en la guerra en Afganistán (en donde ese enemigo se hacía más visible que en ningún otro sitio), y en Irak, en donde no estaba pero podía estar, armado hasta los dientes de unas armas de destrucción masiva que finalmente no estaban tampoco en ningún sitio.  Eso es lo de menos: lo importante es que nos hemos quitado de encima a un tipo que nos traía en jaque desde hacía bastantes años, desafiando públicamente nuestra visión de las cosas. Su ejecución esperpéntica y retransmitida al mundo ha sido todo un toque de atención para el resto de los subversivos del planeta.

  

En ese contexto de entusiasmo patriótico, poco importa que dentro de EEUU haya voces que gritan lo contrario. Ya las había en mitad del fragor de la batalla, y las sigue habiendo ahora porque Irak es un país que se autodestruye a golpe de atentado diario. El gobierno que se puso, un gobierno títere de los que EEUU es especialista en poner en los lugares que invade revistiéndolo de un olorcillo democrático que no impide oler, sin embargo, los cadáveres que deja despanzurrados por las calles. Esa voz discordante es la de una minoría, integrada por intelectuales no leídos, por cineastas no vistos, y por personajes mediáticos que lo son a pesar de lo que piensan. Para que esa democracia tan perfecta quede definitivamente legitimada, tiene que haber esa contestación insignificante, que no afecta a las masas, convencidas de que las cosas se hacen bien, se han hecho siempre bien, dentro y fuera del país.

  

Yo creo que desde ese momento el mundo ha ido a peor. Donde no había enemigo ahora sí lo hay. Enarbolando una bandera equivocada y una metodología reprobable, Al Qaeda es cada día más fuerte y su poder de influencia se extiende por países en donde antes ni era conocido, países que eran laicos hasta hace poco y que ahora han dejado prácticamente de serlo. Ahora es el brazo armado de los verdaderos enemigos del imperio y de sus aliados. Es un enemigo cada vez menos agazapado y oculto: ya es visible no solo en los lugares invadidos, en donde ha conseguido aglutinar a la resistencia y dotarla de un contenido ideológico compacto, y en donde cada vez será más difícil combatirlos. Allí, en esos lugares tarde o temprano, habrá que pactar con ellos, habrá que admitirlos a regañadientes en esas instituciones supuestamente democráticas, teledirigidas por occidente.

  

Nos faltaba un líder enemigo para tener ya el reparto terminado. El espantajo de Bin Laden ha añadido la invisibilidad a sus dudosas virtudes de guerrero implacable y aglutinador del descontento. Esa invisibilidad le aproxima a la perfección. Solo dios es perfecto: muchos dicen que está ahí, pero nadie lo ve. A dios, como a Bin Laden se le conoce por sus ausencias, y, paradójicamente, por sus obras. ¿Dónde esta Bin Laden? ¿Escondido en las montañas de Afganistán? ¿Qué está preparando esa cabecita siniestra desde un confortable apartamento de Londres o de la quinta avenida de Nueva York?

  

Seguramente muerto. Como dios. Por eso es tan peligroso. Porque Bin Laden está ahora en la cabeza de esos chicos argelinos dispuestos a matar a cualquier enemigo del Islam, está en Marruecos, en Torrelodones, en Londres, en Bagdad. En las mezquitas de todo el mundo se rumorea que Ala es dios y Bin Laden su profeta, o lo que es lo mismo, su propia prolongación en el mundo de los objetos y de los seres humanos.

Dios y Bin Laden están en todos los lugares de la tierra en donde haya un solo hombre dispuesto a matar por El, por ellos. Así fue siempre y así seguirá siendo. ¿No es EEUU un país conservador? Pues a conservar a los enemigos, a crearlos, a alimentarlos y, por último, a exterminarlos. Cuantas veces sea necesario, porque esa es la mejor garantía de la supervivencia de su propia fuerza interior.

Mitomanías (y 5)

Mitomanías (y 5)

Me parece una buena manera de acabar este recorrido por mis propias mitomanías refiriéndome a las personas que no he conocido y me hubiera gustado conocer.  

Es el caso, por ejemplo, de Manuel Azaña, el Presidente de la II República. He leído ávidamente sus escritos, sus biografías. Le considero un hombre doliente, tal vez demasiado humanista y con un poso intelectual demasiado profundo como para ser un político pragmático. De su generación, en ese Madrid prebélico de los señoritos fascistas, de Chicote y de las tertulias literarias, me hubiera hecho gracia conocer a Ramón Gómez de la Serna y disfrutar de su talento en el Café del Pombo, e incluso me hubiese animado a subir con él a ese elefante, aunque solo fuera para sostenerle las cuartillas durante la mítica conferencia que impartió en las alturas del gigantesco cuadrúpedo. No hubiera aguantado más que un par de horas con Unamuno, una con Pio Baroja y media con Ortega y Gasset, pero las hubiera aguantado. Creo que con Valle Inclán podría haber estado una tarde entera y creo que hubiera sido capaz de preguntarle si la barba al dormir se la dejaba por fuera o por dentro de las sábanas.  

También me gustaría decirle cuatro cosas a Al Pacino, pero sobre todo me gustaría verle ensayar algún monólogo de Brecht. A Marlon Brando me hubiera gustado llevarle un café durante el rodaje de “El último tango en París”, para que me contara entre sorbo y sorbo los pormenores de otro: el de “Un tranvía llamado deseo”, a las órdenes de Elia Kazan dos años antes de yo nacer. Ya puestos, hubiera dado un ojo de la cara por asistir a alguna clase de Lee Strasberg, un día que hubiera sacado a hacer una improvisación a Marilyn Monroe, en el Actor´s Studio de Nueva York. Y no sé qué hubiera hecho si Woody Allen me hubiera invitado a ser su ayudante en el rodaje de Manhattan por las calles de la ciudad, o en el interior del “Planetarium” al lado del Museo de Historia Natural. Con Buñuel me hubiera ido al fin del mundo, y especialmente al restaurante “Le Train Blue” en París, a compartir unos profiteroles, y echar de menos con él los atardeceres de Zaragoza. Seguro que también hubiésemos hablado mucho sobre los jesuitas, nuestros comunes educadores. Me imagino con mi paisano llevando por Madrid esa cabeza de burro muerto que sabe dios dónde encontramos…

Unos jueves lluviosos en París con Cesar Vallejo y Pablo Neruda no hubieran tampoco estado nada mal, aunque se hubiera enfadado Georgette Vallejo, y ejercer de carabina una tarde con Albert Camus y María Casares por las callejuelas del boulevar Saint Germain me hubiera colmado de gozo a mí y de desesperación a ellos. Tampoco me hubiera importado moderar en la Brasserie Lipp una comida silenciosa con Samuel Beckett y Emile  Ciorán, mientras nos acomodábamos en el estómago una buena porción de codillo con choucrout. A los postres podría haberse presentado Giuliette Grecó para animar la velada. 

No me hubiera importado compartir una concentración antes de algún partido importante con Johan Cruijff, por ejemplo antes de aquel 0-5 en el Bernabeu, con Pelé en Sao Paulo, o haberme ido de copas alguna noche por la parte alta de Barcelona con Diego Armando Maradona. Un paseo por el Retiro de Madrid con Raúl tampoco me hubiera importado, qué duda cabe. Y mis ambiciones deportivas se hubieran colmado plenamente jugando unos minutos con Marcelino, Villa y Lapetra ante los ojos de mi padre, o dándole el pase a Nayim el día que el Real Zaragoza ganó la Recopa de Europa frente al Arsenal en el Campo de los Príncipes de París. 

En su casa de Brooklin me encantaría que Paul Auster me adelantara algún capítulo de su nueva novela, y ya puestos a imaginar, estaría dispuesto a pertenecer a la compañía de Molière durante un par de meses, justo antes de que sus miembros se establecieran en el Palacio del Rey Sol. Si hubiera podido elegir oficio dentro del “Ilustre Teatro” me hubiera gustado ayudar a vestir a Theresa Duparc antes de salir a escena con un traje morado y con un gran escote diseñado por la mismísima Madeleine Bejart. Al maestro Jean Babtiste Poquelin, burlando todas las lógicas temporales, me hubiera gustado leerle un fragmento de “Seis personajes en busca de autor”, de Luigi Pirandello, texto que sin duda le hubiera ayudado a escribir su “Impromptus de Versalles”. También le hubiese preguntado muchas cosas a Shakespeare, en una de esas noches tabernarias que tanto le gustaban, y también a Cervantes, a Quevedo, a Montaigne, a Kafka, a Borges, etc. A Bernard Marie Koltés no habría sabido exactamente qué decirle, pero algo se me habría ocurrido tarde o temprano de camino a los urinarios de la estación de Austerlitz en donde le hubiera dejado solo. 

Si alguna vez hubiera sabido tocar bien la batería hubiese acudido a las audiciones de Supertramp, Led Zeppelin, Pink Floyd, King Krimson, Rolling Stones, y actualmente a las de Travis y Keane. Creo que mi estilo personal de tocar este instrumento, más rockero y contundente, no le vendría demasiado bien al de Jacques Dutronc ni al de su esposa Françoise Hardy, pero al menos lo intentaría también, como con Jane Birkin, Lucio Dalla, Paolo Comte y Giani Morandi. Me hubiera gustado ser de alguna utilidad para Beethoven, cediéndole uno de mis oídos y para Mozart prestándole cincuenta euros para paliar sus apuros. 

Neil Armstrong y yo pisamos la luna juntos después de unos instantes de vacilación: “¿quién va primero, tú o yo?”, le dije a las 22 horas y 56 minutos, hora estadounidense, de aquel 20 de Julio de 1969. Antes me había preparado físicamente a conciencia en las calles del barrio latino corriendo delante de los guardias y haciendo el amor con una joven morena, alta y con flequillo, en una boardilla cercana al Polly Magoo. Me hubiera gustado también llevar flores alguna vez a los camerinos de Brigitte Bardot, Marie Laforet, Sophia Loren y ahora mismo a Sandra Bullock, Angelina Jolie, Lena Headey, Halle Berry, Charlize Theron, Carmen Electra, Carla Bruni, Carmen Kass, iconos de eterna belleza,  y otras muchas señoras y señoritas a las que admiro y he admirado en diferentes momentos de mi vida.

Pero al que verdaderamente me hubiera gustado conocer es a George Harrison. Aunque hubiera sido diez minutos. Una vez tuve un extraño sueño: coincidimos en la sala de espera de un hospital. Estábamos él y yo solos, y la conversación en español sin subtítulos fue tranquila y suave. Me dijo, creo recordar, que a lo largo de la vida era imprescindible aprender a saber morir. Algo así les dijo a Ringo y a Paul en un hospital de Nueva York poco antes de que su mujer Olivia, su hijo Dhani y yo arrojásemos sus propias cenizas en el río Ganges. 

Sí, yo también estaba allí aquel día, silencioso y triste, despidiendo para siempre a un hombre que ejerció sobre mí una atracción extraordinaria. Ese día comprendí que era imposible que los Beatles se juntaran de nuevo y decidí hacerme mayor.

Mitomanías (4)

Mitomanías (4)

En el campo de la política me dejó una imagen muy cálida José Luis Rodríguez Zapatero, a quien conocí unos días antes de ganar las elecciones y pasar a ser presidente del Gobierno de España. La casualidad hizo que este hombre, inteligente, cabal y simpático, y yo coincidiéramos en un meeting de su partido al que me invitaron. No nos conocíamos de nada, pero creo que simpatizamos pronto y me contó algunas intimidades personales e intuiciones políticas, por ejemplo alguna con respecto a José María Aznar, que después la realidad y las circunstancias confirmaron con creces.  

En este capítulo debo incluir el encuentro fugaz pero divertido con Enrique Tierno Galván, en aquel momento alcalde de Madrid. Coincidí con él en un despacho del Centro de la Villa de Madrid, y nos presentó Eduardo Huertas, el entonces director de programación. Ambos estábamos invitados al estreno del espectáculo de una compañía brasileña. En un momento en que el alcalde y yo nos quedamos solos, me dijo: “me temo, señor Zucco, que la representación de hoy va a ser un coñazo…” ¡Qué razón tenía Don Enrique! El no lo sé, pero yo desaparecí en el primer entreacto.  Por último, recuerdo que en Jerusalem, la primera noche de una estancia salpicada de anécdotas y curiosas peripecias, me presentaron a Simón Peres, que me causó también una magnífica impresión. En ese momento Peres era Ministro de Exteriores y entró casualmente en el restaurante en donde estábamos cenando el director Robert Bedós, una periodista francesa de cuyo nombre no me acuerdo, un funcionario del Ministerio de Cultura israelí que oficiaba de anfitrión, y yo. Hablé con él durante unos minutos en un perfecto español, y me dijo cosas sobre España que me rebelaron no solo un conocimiento exhaustivo de nuestro país, sino una gran capacidad para analizar la realidad política internacional. En su rostro se reflejaba un deseo y una esperanza para la paz en oriente medio, algo que no encontré en casi ninguno de los políticos y personas de la cultura en Palestina que había conocido días antes. 

Me dejaron, sin embargo y por razones diferentes, una imagen borrosa algunas personas que no por eso he dejado de admirar y valorar en sus respectivos oficios. Ser simpático no es un requisito ineludible para ser brillante. Por ejemplo, el cantante Hilario Camacho, perdido en sus reflexiones y amarguras, Amancio Prada, los críticos Joan de Sagarra y Eduardo Haro Tecglen, el filósofo Fernando Savater, los directores teatrales Salvador Távora y Lluis Pasqual, y bastantes más, tal vez porque el talento innegable de todos ellos se escondía detrás de un muro que para mí resultó en ese momento infranqueable.  

Por el contrario me ha gustado tener relación profesional y personal con Maribel Verdú (fui su primer director en teatro siendo ya una actriz muy conocida en el cine, y siempre me lo  recuerda con gran cariño), Antonio Valero, Gerardo Malla, un maestro cercano y amable, Tony y María Isbert, una mujer increíble donde las haya, Joaquín Hinojosa, ahora uno de mis mejores amigos, Ramón Barea, Paco Casares, José Luis Pellicena, con quien la amistad, sin embargo, se fue enfriando, el autor José Sanchis Sinisterra, el director argentino David Amitín, el escritor oscense Javier Tomeo, a quien me presentó mi querido Joan Ollé en Barcelona en el restaurante Flor justo cuando llevaba leídas al menos cinco novelas suyas seguidas, en una comida en la que también asistieron el crítico Marcos Ordóñez y el periodista y escritor Joan Barrill.

En el mundo de los medios de comunicación tengo tres magníficas amigas. Mercedes Odina es la repera. El azar del destino nos situó hace poco compartiendo el mismo trabajo. Pero desde que ella dirigió "Los años vividos" en TVE, yo la admiraba en secreto. Ahora es una referencia sentimental en la distancia: se ha ido a vivir a Nueva York (desde donde fue corresponsal precisamente de esa misma cadena), y se acaba de casar. Se merece la felicidad. La segunda es Pepa Bueno, inteligente y magnífica, conductora de “Los desayunos de la 1”, de TVE, y la tercera, Silvia Tarragona, mordaz, culta y graciosísima, que en las madrugadas conduce con gran acierto en Radio Nacional de España el programa “Imaginario”.

Por supuesto, no puedo olvidarme de José Antonio Labordeta, admirable por tantas cosas, que me animó y ayudó siempre en todo lo que le pedí. 

Pero hubo dos personas que su “directo” literalmente me arrolló: me refiero a Joan Manuel Serrat y a Fernando Fernán Gómez. 

Serrat (Tarres) es un hombre increíblemente interesante, cálido, inteligente. Transmite dos cosas a la vez: serenidad y talento, siempre a través de un lenguaje cordial, modesto y cercano, nunca exento de un fino sentido del humor, de una suerte de permanente y profundo rigor intelectual y personal. Comí con él poco después de su reaparición pública tras su operación quirúrgica y poco más tarde, en un recital al que asistí con Isabel, nos dedicó “Mediterráneo” a ella y “No hago otra cosa que pensar en ti” a mí. Hace poco compartí sus nervios en Zaragoza al comienzo de su gira con Joaquín Sabina en la que ambos están sencillamente soberbios. 

Fernando, por último, es un compendio de sabiduría, experiencia y libertad de espíritu. Fernando es un amigo y me honro de poder decirlo. Fernando creo que me quiere bastante, y yo, desde luego, le quiero, y ambos, cada uno a su manera, queremos a Emma Cohen, la joya de la corona de una casa a las afueras de Madrid en donde el cielo y las estrellas están debajo del techo, y no por encima.