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roberto zucco

Televisión

Televisión

1.

Veo “Gran Hermano”. Lo empecé a ver por casualidad, y, desde ese día, no dejo de verlo ni un día a través del canal que retransmite hasta cuando roncan en la iluminada oscuridad de la habitación en la que duermen. Ni yo sé porqué lo hago, pero lo cierto es que lo hago. Los concursantes no me merecen especial interés, ni los conflictos que entre ellos se van creando. Tampoco me parece especialmente brillante el planteamiento de esta edición, en donde se incluyen trampas para los concursantes, nuevas entradas, viajes a otros países, etc. Mercedes Milá cada día está más enloquecida y autoritaria. Es decir: nada de lo que veo me gusta y, a pesar de eso, sigo viendo el programa. Supongo que un gabinete de sicólogos, comunicadores, guionistas, etc, han diseñado todo esto para que a la mayoría le pase como a mí. Es decir, que veamos algo por pura inercia, distraídamente, pero que no podamos dejar de verlo.

2.

Ayer por la mañana, tal y como estaba previsto, se perpetuó el escarnio en la plaza de San Pedro. Los “martires de la guerra civil” fueron beatificados solemnemente por el Papa Benedicto XVI. Moratinos creo que presidía la delegación española y en el informativo de CNN+ escucho y veo a un diputado socialista, nieto de uno de los susodichos, defendiendo la actuación de la Iglesia en este terreno. Después leo en Heraldo de Aragón que a lo largo de los próximos años vamos a asistir a bastantes actos similares, pues hay unos diez mil “beatificables” más...

  

Me parece lamentable. Repito: no debieron quemarse los conventos. Repito: la quema de conventos hay que entenderla como la respuesta airada de las masas encolerizadas contra una institución que consideraban aliada del poder histórico que los tenía sojuzgados. Repito: a estas alturas tan víctimas son los de un bando como los del otro, pero los que desencadenaron la guerra estaban solo en uno y éste es el lado rebelde, mal llamado “nacional”. Repito: la Iglesia se descalifica a sí misma distinguiendo a unos, los de ese bando rebelde, y ninguneando a los otros, el bando republicano, el de los perdedores que, estos sí, sufrieron un exterminio sistemático, tortura, persecución y cárcel hasta bien entrada la postguerra. La Iglesia entonces miraba para otro lado.

3.

Faltan unas horas para que se haga público el veredicto final sobre el juicio del 11-M. Veo a Acebes diciendo imperturbable que el PP nunca estuvo detrás de la teoría de la conspiración. Tiene razón: no estuvo nunca detrás sino delante, inventándosela, alimentándola un día sí y otro también, desde que perdieron las elecciones. Sabido es que hay una cierta tendencia de la gente a olvidar, y en los políticos a falsear la realidad para favorecer ese olvido cuando tal cosa les conviene. Pero con esas palabras Acebes se adelanta a la media normal: le falta poco para asegurar que Aznar no quiso nunca la guerra de Irak y que jamás supuso que allí hubiera armas de destrucción masiva.

4.

Me interesa “59 segundos” en la 1 de Televisión Española. Al principio me parecía la fórmula excesivamente rígida, pero ahora pienso que los periodistas que intervienen se han acostumbrado a restringir sus intervenciones, a sintetizar sus ideas, y que esa metodología sirve para evitar la verborrea innecesaria en aras de la claridad expositiva. Por lo demás, lamento extraordinariamente que a este programa ya no acuda el tipo ese de la COPE que tanto me gustaba escuchar. La caverna ahora está representada, y muy bien, por Isabel Sansebastián. No hay cosa que diga esta señora que no contenga una velada o explícita acusación al gobierno y a Rodríguez Zapatero, se esté hablando de lo que se esté hablando.

  

Recuerdo y echo en falta, sin embargo, aquellos programas en los que se podía hablar sin restricciones, como “La clave”, que dirigía José Luis Balbín. Un día me lo encontré en una cafetería de la calle Abascal en Madrid y se lo dije.

5.

Mi amigo Luis Alegre tiene un programa de entrevistas en la televisión aragonesa. Esta semana su invitado era Gonzalo Miró, el hijo de Pilar Miró. Luis le pregunta por su madre, y el chico, que me parece sensato y bastante normal, reflexiona sobre el linchamiento que sufrió y que finalmente le costó el puesto. Gonzalo decía que el linchamiento empleó páginas y páginas, y que todo, al final, terminó en una columna mínima en la que se intentaba restablecer el honor mancillado.

Esa es la desproporción habitual en la mayoría de los medios: 10 para insultar, vilipendiar, mentir, manipular, tergiversar, etc, y 1 para desdecirse y corregir, si llega el caso. A buenas horas.

Los curas no se dejan querer

Los curas no se dejan querer

Y mira que lo tienen fácil. O lo tenían, porque acaban de perder una oportunidad de oro para que quienes les culpamos de haber estado siempre con el poder, sobre todo con aquel injusto poder que surgió tras la agresión del ejército español en 1936 contra las instituciones democráticas, hubiéramos pasado página de manera definitiva. Pero no. No ha podido ser, como se dice cuando se pierde un partido de fútbol.

  

En el fondo creo que es una actitud conformista por parte de la curia. Es decir, parece que se conforman con la clientela actual, y que, a diferencia de lo que ocurre en otros sectores de la sociedad y la economía, no quieren ampliar el mercado, la clientela, el número y calidad de sus feligreses. Se quedan con las viejecitas de las ciudades pequeñas, con los matrimoniazos peperos que educan a sus hijos en los mismos principios reaccionarios, con los convencidos por tradición, por costumbre, con sus fanáticos de la derecha, sus monjas, sus meapilas, sus monaguillos, sus vecinas sordas del piso de arriba. Con toda esa peña que mayoritariamente apoyaría el regreso de la pena de muerte, la prohibición del aborto y del divorcio, la supresión de las autonomías y el conjunto de las libertades, si fuera necesario. Como en 1936, vaya.

  

Y digo que lo hubieran tenido fácil, porque los curas fueron víctimas de las agresiones que se produjeron contra ellos durante la guerra civil española, aunténticas atrocidades, consecuencia del clima de crispación que ellos mismos habían contribuido a crear. Pero finalmente se perpetró una persecución y una carnicería que a muchos les costó la integridad física, la dignidad, la vida. Yo me siento respetuoso y cercano con ese sufrimiento, y sin tener que hacerlo, porque nadie me lo pide, me avergüenzo de esos actos horrendos. La quema de conventos, el fusilamiento de muchos curas y otras barbaridades semejantes son páginas que, primero, hay que condenar, y, segundo, no conviene olvidar nunca. Son uno de los exponentes de hasta donde se puede llegar cuando los sentimientos colectivos se envenenan y cuando el odio ancestral se convierte en una suerte de ideología endemoniada que conduce a los particulares y a las masas hacia el crimen y la irracionalidad más salvaje.

  

Por tanto, son víctimas, como las víctimas del actual terrorismo, y como todas las víctimas: injustas, desproporcionadas. Pero la condición de víctima, y es duro decirlo, encierra además un sacrificio suplementario, o, mejor dicho, una responsabilidad añadida: perdonar al agresor. Si existe un perdón, aunque sea simbólico, aunque sea para evitar males mayores, males que tal vez ya no afectarán a estas mismas víctimas, sino a unas víctimas que todavía no lo son y podrían no serlo nunca, la víctima adquiere una estatura moral que lo trasciende: se convierte en un ejemplo, en un paradigma de comportamiento social, de superador real de los conflictos, de generosidad, amplitud de miras, de humanidad nacida como consecuencia de la extrema inhumanidad.

  

La Iglesia Católica se alió con el golpe de estado de 1936 y con el régimen de Franco, y algunos de sus miembros más destacados le dieron cobertura moral, ideológica, mediática. Eso, puesto que el franquismo es un lamentable error de la historia, es un doble error. Por eso, los curas deberían pedir perdón y nunca lo han hecho, excepto algunos miembros notables y singulares de la Iglesia. Lejos de pedirlo, se han pasado la transición, y el resto de los años democráticos recordando su lamentable postura política, repitiendo por tanto su error, insultando la inteligencia colectiva y disfrutando paralelamente de unos privilegios que si yo fuera presidente del gobierno de España les quitaría con la misma rapidez con que Zapatero se trajo a las ropas de Irak.

  

Pero no. Lejos de practicar el perdón, en su calidad de víctimas, y de pedirlo, en su condición de cómplices, ahora, a estas alturas de la verbena se ponen a beatificar a troche y moche a “sus” mártires olvidándose de los mártires que a mí, por ejemplo, me representan mucho más y por los que siento una profunda admiración. Despreciándolos me desprecian a mí, y me recuerdan nuevamente que sigue existiendo una doble España, que sigue inmutable a pesar de que los tiempos cambian en otros aspectos.

  

Y digo yo: ¿no hubiera sido más justo, y también más inteligente, ya que de beatificar a lo bestia se trata, beatificar a todas las víctimas de la guerra civil, incluyendo las que ellos causaron, o ayudaron a causar? ¿No sería esa una excelente manera de pasar página, e incluso de ampliar la clientela, adquiriendo una credibilidad y una legitimidad histórica que con esta acción sectaria y provocadora han perdido de manera flagrante?

  Pero no, decididamente los curas no se dejan querer en España excepto por los que ya les quieren.

Desamparadas

Desamparadas

Esta noche duermo con dos mujeres. Las pongo a uno y otro lado de mi pecho. Las dos se quedaron huérfanas en las últimas horas. Las dos son de la misma edad –la mía-, y las dos lucen un flequillo revelador y maravilloso. A las dos intento consolarles la pena, la misma pena que yo siento, por ellas y por mí mismo, que las adelanté en la tristeza y ahora la comparto con ellas. Pobrecitas. Iris y Matty, descansad esta noche a mi lado, acurrucadas y pequeñas.

  

Se quedaron huérfanas. Estrenan condición en la vida. Ay, la vida, qué rara es la vida que nos hace, en la mitad, aproximadamente, cambiar los papeles, como en las malas compañías de teatro. Porque ambas fueron hijas, y, al final, las dos, sin hijos, fueron madres de sus propios padres y madres. Qué cosas tiene la vida. Esta puta vida que nos desampara a la mitad y nos demuestra que frente a ese desamparo no hay posible preparación anterior, posible vacuna afectiva que palie en modo alguno la sensación de inmensa tristeza. Estos cambios de planes no hay dios que los entienda.

  

Una, Matty, nació en México y es mi primita gemela. Su papá se murió hace unos días y tal vez mi voz, relatándole las excelencias de su Real Zaragoza, le condujo con más serenidad hacia ese final que algunos dicen que es el solemne principio de algo. Yo, que no lo creo y que me apunto siempre en este asunto a la prosa y no al verso de la esperanza, estoy dispuesto a darles el beneficio de la duda por un rato, hasta que se queden dormidas.  Sé que contarles cuentos de estrellas a lo lejos consolará un poco sus almas, aunque sea un poquito, aunque sea para hacerles dormir en noches como ésta, que las tuve entre mis brazos, bajo el cielo infinito, qué narices, bajo el cielo infinito.

  

La otra, Iris, es galleguita, y su mami se le fue de los brazos como una paloma exhausta, casi sonriendo, joven por unos instantes, recompuesta finalmente de sus pesares. Déjame caer en el topicazo: ¿tu madre se iba o volvía?, después de tantos domingos de comprobar tu generosidad solitaria, recompensada con tan poquitas sonrisas, y, tal vez, eso quisiera, con estas líneas que significan para mí toda una declaración de amor: lo que Internet unió aquel día, que no lo separe nadie, que diría Bill Gates, digo yo que diría.

  

Mi primita está como una moto. No para de vivir, ni de escribir, ni de pensar allá al otro lado de todos los mares de la vida. Mi amiguita, por su parte, no para de explicar que dos y dos son cuatro, aunque ella misma mantenga inconfesadas dudas al respecto. Y ambas coinciden en haberse quedado un poquito solas y en mirar hacia el cielo por las ventanas de sus hermosos ojos. Y en el flequillo, que es todo un síntoma de que las dos se sienten perseverantemente niñas.

  

Por eso, porque se sienten niñas huérfanas, las he colocado esta noche en mi regazo. Para que se duerman y sueñen que corren de la mano de su padre y de su madre, como cuando realmente lo eran.

Si leen ustedes estas líneas, no hagan mucho ruido al enlazar las sílabas: hace un rato que las dos respiran al mismo compás de la noche.

Sentimentalmente antifranquista (y 6)

Sentimentalmente antifranquista (y 6)

Lo conocí en los camerinos del teatro Principal de Zaragoza a comienzos de Enero de 1974. Por aquel tiempo él era una realidad, pero sobre todo una esperanza. Es decir, ya nadie discutía su talento, demostrado de forma palpable en su gran éxito “Los verdes campos del Edén”, que también había dirigido José Luis Alonso. Pero era una esperanza de renovación en el apolillado panorama del teatro español, un camino que esa obra había abierto y que  conectaba con un teatro poético de gran nivel, como podía ser el de Lorca, o el de Jean Giradoux, en Francia, cargado también de significaciones políticas.

 

Yo seguía escribiendo en “Aragón Exprés”, y creo que por esa razón me acerqué al teatro para pedirle una entrevista, que rápidamente me concedió, citándome en los camerinos durante la sesión de noche. Así pues, hablamos mientras los actores, en el escenario, representaban su obra y el eco de sus voces llegaba difuminado hasta donde estábamos sentados frente a frente.

 

Como es fácil entender, yo me sentía extremadamente complacido de tener delante de mí a alguien que admiraba muy en serio, y que, como le ha ocurrido el resto de su vida, hablaba tan bien como escribía. Se decía por los mentideros más variados que Gala estaba muy enfermo –creo que él mismo cultivaba una estudiada imagen de fragilidad-, y que padecía una dolencia hepática, o algo así, que al final le quitaría la vida. A pesar de esto y del respeto que su figura me merecía, me sentía cómodo aquella noche, y creo que él también lo estaba. Por eso, con su permiso, la entrevista fue transformándose en una conversación sobre aspectos no relacionados directamente con las características específicas de su manera de escribir.

 

En un momento concreto, yo le dije: “Don Antonio, como es probablemente la última vez que nos vamos a ver, me gustaría que me diera su opinión personal sobre...” En ese momento me pareció ver un gesto contrariado en su cara que no supe interpretar, pero no sólo me contestó a esa pregunta, que creo que versaba sobre la manera de escribir de Azorín, a quien por aquel entonces yo leía mucho, sino a todas las que se me iban ocurriendo. Me habló de la concisión azoriniana en términos peyorativos (“los españoles somos adjetivadores por naturaleza...”) y me habló de los sentimientos, del amor, de la literatura y de la sociedad en la que vivíamos. Sus palabras quedaron registradas, y todavía resuenan con un eco muy característico, mezcladas con la de los personajes de su obra representada unos metros más abajo.

 

Cuando acabamos de hablar y me disponía a guardar los papeles y a cerrar la grabadora, y después de agradecerle la deferencia que había tenido conmigo, Gala me preguntó que porqué había dicho eso de que “como es la última vez que nos vamos a ver...” Me quedé algo desconcertado, y creo que le contesté que seguramente su trabajo le iba a impedir regresar a Zaragoza, o yo que sé... El me dijo: “Eso tiene fácil remedio. Telefonéeme cuando vaya usted a Madrid, y nos volveremos a ver...”

 

Casualmente yo iba a ir a Madrid al cabo de unos días con motivo de una boda, acompañado de María Angeles, y así se lo hice saber. Nos despedimos, y, efectivamente, ya en Madrid llamé al número que Gala me había proporcionado.

 

Al otro lado apareció una voz masculina, un poco afectada. Creo que era su mayordomo, que, al identificarme como “el periodista joven” me pidió que esperara unos instantes. Finalmente Antonio Gala, muy cordial, me dijo que fuera a verle en ese momento y me dio los datos de su vivienda que estaba en la calle del Darro. Un taxi, que me costó bastante dinero comparado con lo que costaban los de mi ciudad, me llevó hasta allí en pocos minutos atravesando Madrid a toda velocidad.

 

Recuerdo de aquella casa de manera especial una mesa repleta de ceniceros de plata de todos los tamaños posibles, y una gran estantería blanca llena de libros de infinitos colores. Era una casa decorada sin duda con un gusto exquisito, en donde entraba y salía su famoso perro Zoylo, principal inspirador de una serie de artículos muy famosos por aquellos años. También había bastones por todas partes y creo recordar que su propietario se ayudaba de uno de ellos en el interior de su vivienda.

 

De la conversación apenas recuerdo la alusión que yo hice al precio del taxi y poco más, o más bien nada en absoluto. Sin embargo, he valorado el resto de mi vida todo aquello como una experiencia personal y teatral extraordinaria de cuyo origen todo han sido dudas. Siempre quise pensar que Gala había dado un respingo en su asiento aquella noche ante la posibilidad de “verme por última vez”. Es decir, imaginándomelo como una persona andaluza y, en consecuencia, supersticiosa, tratando de verme a toda costa “otra vez”, como forma de ahuyentar el carácter premonitorio de una afirmación que, por otra parte, hice con la mayor de las ingenuidades. Hace no mucho una persona a quien le conté todo esto quiso encontrar otra interpretación: el escritor, que entonces rondaría la cuarentena, se había enamorado de ese joven periodista aragonés que tantas cosas quiso preguntarle una noche en los camerinos del teatro Principal de Zaragoza. Pero yo no lo creo.

 

Solo le vi una vez más. Fue nuevamente en Zaragoza cuando mi madre me arrastró hasta el Corte Inglés para que le firmara uno de sus libros. Cuando me identifiqué, el escritor, ya por entonces bastante menos rompedor en todos los sentidos y con muchos éxitos teatrales y literarios a sus espaldas, creo que consiguió recordarme y le dijo a mi madre, con gran amabilidad por su parte, que yo era una persona “muy capaz”. Después, cuando me enrolé en las filas de una compañía de teatro independiente, Antonio Gala se convirtió en uno de esos iconos intelectuales de la burguesía contra los que precisamente luchábamos con toda la ferocidad de la que éramos “capaces”. Es decir, de una manera estúpida, perdí una relación de la que seguramente hubiera aprendido mucho si hubiera sabido conservarla.

   

Sentimentalmente antifranquista (5)

Sentimentalmente antifranquista (5)

En ese grupo aprendí y enseñé mucho. Hacía poco que había pasado por Zaragoza, una versión de “La rosa de papel”, de Valle Inclán, interpretada en su papel principal (Simeón Julepe), por Antonio Ferrandis y dirigida por José Luis Alonso. Esta puesta en escena me causó una honda impresión. Por eso, la propuse como la primera parte de un extraño espectáculo en donde la segunda sería “La cantante calva”, de Ionesco. Aquel mejunje de estilos, autores y épocas se me ocurrió a mí, como no podía ser de otra manera, y las razones de aquello quedaban expresadas en un programa de mano que todavía conservo: “para obligar al espectador a tener que cambiar de actitud mental, para ponerle ante los ojos cosas diametralmente opuestas, para sentarlo de diferente forma en su cómoda butaca de espectador burgués”.

 

Por diferentes razones, el compañero de Facultad que encarnaba a Julepe en la primera no daba la talla interpretativa, según parece, y tomé la equivocada decisión de sustituirle personalmente, con lo que en la primera de ellas mis cometidos eran dobles y de ello se resintió lamentablemente el espectáculo. Sin embargo, la puesta en escena de la obra de Ionesco creo que fue un rotundo éxito, a juzgar por los favorables comentarios que suscitó en los pocos lugares donde fue representada. Recuerdo muy bien el esfuerzo que todos metimos en aquella empresa y en especial las tareas de construcción de los decorados y los elementos de atrezzo entre los que se encontraba un ataúd de madera blanca, del que me habló hace unos años en Nueva York, Angel Gil Orrios. Por lo visto, después de utilizarlo en nuestra función se lo presté a él y nunca más me lo devolvió. Pero como digo, el estreno fue tremendo.

 

Y es que me olvidé del texto en mitad de la función del estreno y me comí casi quince minutos de la obra... Desde entonces he tenido un miedo irracional y nunca del todo superado a salir a un escenario y tener que decir un texto aprendido de memoria. Ni siquiera mis primeros (y últimos) años de actor en el Teatro de la Ribera, en los que no recuerdo haberme olvidado jamás de mi texto, sirvieron para hacerme perder un miedo que todavía sigue vigente. Se daba la circunstancia que en “La rosa de papel” se hacía necesaria la participación de dos niños, lo cual le añadía a los ensayos un cierto nivel de dificultad superior,  dada la atención especial que los diminutos actores requerían. No recuerdo cómo ocurrieron exactamente los hechos, pero mi olvido y el salto temporal que inevitablemente propició en el desarrollo dramático, y que incluía que un personaje que no había muerto, puesto que su muerte efectiva sucedía durante mi lapsus,  desapareciera inexplicablemente del escenario, hicieron incomprensible la función para el público que vino a verla en el salón de actos de un centro parroquial en el barrio de Torrero. Decidimos, a partir de aquella pequeña catástrofe, representar solo la segunda parte en la que yo no intervenía. Desde aquel día me han parecido siempre unos suicidas los directores de escena que, además, actúan en sus propios espectáculos.

 

A pesar de este pésimo recuerdo, no cabe la menor duda de que esta experiencia universitaria fue determinante en mi carrera posterior. También siguió teniendo una gran importancia el hecho de seguir viendo teatro en Zaragoza, y, por primera vez, en algunos teatros de Madrid, de los que venía siempre lleno de ideas y sugerencias para mis supuestos nuevos montajes. Recuerdo con especial entusiasmo la puesta en escena de “Canta, gallo acorralado”, de Sean O´Cassey, con dirección de Adolfo Marsillach, que tuve la oportunidad de ver en el teatro la Comedia, como un espectáculo estimulante y que me hizo nacer una especial admiración por este director al que años después tendría la suerte de conocer personalmente. No sé si fue en ese viaje o en otro anterior que me presenté en los estudios de TV española para hablar con José Luis Alonso y Antonio Ferrandis del montaje que tanto me había influido y que yo estaba preparando en Zaragoza con toda la ilusión del mundo.

 

La lectura de algunos textos teóricos, como “Teatro, realismo y cultura de masas”, de Juan Antonio Hormigón, que devoré en un viaje que por primera vez hice a Andalucía con mi madre, y abundantes obras teatrales y literarias en general, constituyeron un alimento importante en esa incipiente nutrición cultural en general, y teatral en particular, que siempre he pensado que fueron decisivos para mí.

 

Pero en aquel periodo viví una circunstancia que me parece digna de destacar y que, sin duda, supuso un nuevo aliciente en el sedimento de una afición que: el conocimiento casual del dramaturgo Antonio Gala.

 

Sentimentalmente antifranquista (4)

Sentimentalmente antifranquista (4)

Cuando comencé segundo curso de Filosofía mis problemas con las lenguas clásicas seguían como siempre. Curiosa negación por un conocimiento que siempre he pensado que es profundamente útil para la formación cultural de las personas, y que a mí me hubiera venido muy bien tener.

 

Para intentar burlar los programas oficiales y enmascarar mis insuficiencias, recurrí al teatro. El truco iba a valerme para aprobar el Latín pero no así el Griego, puesto que el profesor que lo impartía, un tal Regañón, a quien el apellido le venía de perlas por su carácter malhumorado, no se avino a ningún tipo de acuerdo. Su obstinación me obligó a agilizar mi destreza en el arte de copiar en los exámenes.

 

José Antonio E, un ser bastante extraño y manipulador y del que nunca me fié del todo que impartía unas muy peculiares clases de Latín, con plena conciencia de que la materia como tal a muy pocos interesaba, pretendía crear una especie de grupo teatral en la Universidad, y yo fui la persona que se lo organicé, a cambio, naturalmente, del aprobado en su asignatura.

 

Fue divertido, y la experiencia me permitió seguir progresando en mis conocimientos técnicos, que ya empezaban por aquel entonces a ser bastante evidentes. Parece ser que el grupo, formado por compañeros y compañeras de curso, ya estaba creado, trabajando inútilmente contra un texto de Séneca, del que creo recordar que Enríquez había realizado una adaptación al castellano. Sin embargo, a pesar del empeño de todos ellos, los ensayos no avanzaban por la ausencia de alguien que tuviera una cierta capacitación para dirigirlos. La obra en cuestión se titulaba nada menos que “La apocoloquintosis del Divino Claudio” y la primera impresión que me produjo fue muy poco estimulante. Sin embargo, me comprometí en la empresa por la cuenta que me traía, desde la perspectiva académica, y porque significaba un reto desde el punto de vista teatral. Muy pronto me puse a ensayar con el grupo, en el que estaba Currito F, una persona muy valiosa y con la que a lo largo de mi vida he tenido relación amistosa y profesional. Como ellos sabían poco, y yo un poco más, aquellos compañeros de Facultad en seguida confiaron en mí, y se dejaron arrastrar a las sugerencias escénicas y a los ejercicios que yo les iba proponiendo, y que se me iban ocurriendo sobre la marcha. En unos pocos meses preparamos la obra y la estrenamos en el salón de actos de un instituto de la ciudad. Como anécdota de ese estreno, ahora recuerdo el golpe que Curro se dio, interpretando el personaje protagonista, al caerse del escenario al patio de butacas en mitad de un oscuro. Con la obra fuimos posteriormente a Tarragona, representando al Departamento de Latín de la Universidad de Zaragoza, en un viaje lleno de sorpresas desagradables. En realidad la función se hizo en un camping, al aire libre, en unas condiciones que no eran, desde luego, las que nos habían prometido.

 

Esta contingencia, sin embargo, no nos desanimó a algunos de sus integrantes que decidimos seguir juntos y formar un grupo de teatro bajo la protección de una asociación universitaria que, sin embargo, nunca nos olió demasiado bien por su vinculación con el régimen.

 

Además de a Currito, que al cabo de los años iba a dirigir sus pasos profesionales al terreno de la música fundando un grupo que logró gran notoriedad nacional porque se especializó en fabricar a lo largo de varias temporadas lo que se conoce como “canción del verano”, en la obra de Séneca estaban Juan Morer y Ana Romero, una simpática pareja con la que, además de una buena relación, fundamos lo que posteriormente llamaríamos “Teatro Universitario de Zaragoza”. Juan era un chico muy versado en cuestiones de diseño gráfico y, por tanto, quedó encargado desde el primer momento del diseño de los trajes y los decorados. Ana era una eficaz actriz, y en ese grupo, no recuerdo porqué caminos, entraron Salvador Peguero, Ramón Barceló y Mercedes Rueda, una chica de Vitoria con la que iba a tener una frecuente relación a lo largo de los próximos años. Además, era una excelente actriz.

  

Sentimentalmente antifranquista (3)

Sentimentalmente antifranquista (3)

 Sin pensarlo dos veces, y con un dinero que había conseguido ahorrar secretamente, me fui a Asturias, buscando ese lugar que tanto me había conmovido cuando unos años antes había estado con mi padre. Antes pasé por Bilbao en donde conocí a mi tío Ignacio, primo de mi padre, y a sus hijos, y después llegué a Oviedo serpenteando montañas y verdes laderas montado en un rudimentario tren de vía estrecha que recorría de lado a lado la costa cantábrica con un ritmo cansino que permitía fotografiar tranquilamente el paisaje. El viaje fue largo pero delicioso. 

En Oviedo me permití el lujo de alojarme en un hotel de tres estrellas. Desde mi confortable habitación, además, se veía una de las arterias centrales del parque de San Francisco. Estuve solo unos días, escribí algún que otro artículo en donde diagnosticaba sobre la salud del teatro en Zaragoza, que más tarde se publicaría en “Aragón-Exprés”, me perdí por las calles tortuosas y húmedas de la ciudad en donde Clarín se inspiró para escribir esa maravillosa novela titulada “La Regenta”, y visité Santa María del Naranco y otros monumentos del románico más hermoso de España. Pero de lo que más vivamente me acuerdo es de haber tomado una decisión atrevida: regresar en avión hasta Barcelona. Iba a ser la primera vez que me subía a uno de esos aparatos que me fascinaban y aterraban a partes iguales. 

María Angeles no se enteró hasta mucho tiempo después en que le confesé mi escapada furtiva. Creo que en la vida hay que ser honesto, especialmente con las personas que amamos, pero, si cometemos un desliz, en realidad cometemos además una torpeza irreparable si al final lo confesamos.  

Se enfadó bastante.  

Ella poseía un concepto de la fidelidad extremo y el concepto de relación que tenía en el fondo de los fondos difería radicalmente del mío. Eramos diferentes, no cabía ninguna duda, pero lo cierto es que nuestra unión adolescente duró bastante tiempo, el justo hasta que yo di un cambio radical en mi vida y corté definitivamente. Fue una buena compañera, me quiso extraordinariamente y mi recuerdo no dejará nunca de ser de gratitud y cariño. 

Recuerdo con extraordinario realismo la tarde en que le dije que ya no la quería. En la vida, lo sé por experiencia, ser abandonado es terrible, pero abandonar a los demás es casi más doloroso. Así como es un momento insuperable aquel en el que a la otra persona le confesamos que sentimos por ella un cúmulo de sensaciones que, agrupadas, convenimos en llamar amor, es horrorosa la contraria por la que, despojados de alicientes para seguir centrados en ella, pretendemos poner tierra por medio. Maria Angeles no se lo esperaba en absoluto y, cuando le argumenté en la barra de la Cafetería “Las Vegas” que yo estaba cambiando de ver las cosas, el mundo y nuestra propia relación, recuerdo con una inmensa ternura su ingenua proposición de “hacerse también revolucionaria” para intentar evitar lo que ya no tenía vuelta atrás. Cuando cortamos totalmente, era terriblemente doloroso encontrármela por la calle: se quedó aún más delgada y, según supe después, hasta tuvo problemas con la periodicidad de su menstruación. Y es que verdaderamente me quería mucho. Yo también, pero en mi interior había ido creciendo otra persona que necesitaba volar más libre o en otra dirección. 

Pobre María Angeles... Sé que en su vida privada posterior no ha sido nada feliz. Finalmente se casó con un tipo con una pinta de animal bastante reveladora con el que tuvo tres hijos, y creo que en alguna ocasión ha llegado incluso a golpearla, según me confesó un día, muchos años más tarde, en una cita que ella provocó para pedirme un dinero que no le pude prestar desgraciadamente. Este tipo sé que me odia porque en algún momento María Angeles le habrá contado algunos aspectos de nuestra antigua relación. Todavía, cuando nos vemos por la calle, hay en sus ojos una chispa de complicidad, pero lo que domina su mirada es un sentimiento de frustración que apenas intenta disimular y que yo lamento profundamente porque, al fin y al cabo, en su momento también la quise mucho.

Sentimentalmente antifranquista (2)

Sentimentalmente antifranquista (2)

 La conmoción era inmensa. Con la derrota chilena terminaban de golpe, y nunca mejor dicho, muchas esperanzas, seguramente ilusorias e irrealizables a la vista de cómo han ido las cosas después y de cómo se han derrumbado los regímenes en los países que entonces nos servían como ejemplo de justicia y de igualdad. Pinochet no era más que la mano ejecutora de un complot que tenía bien organizado el asunto, auspiciado por la burguesía chilena, el ejército y la CIA, que, como se ha demostrado palpablemente después (sigue estando bien ver la película “Missing”, de Costa Gavras), tuvo una intervención destacada en la organización de toda aquella ignominia.  Desde aquel mes de Septiembre algo se conmueve en mi interior cuando se pronuncia el nombre de ese país, cuna de uno de mis poetas favoritos, Pablo Neruda, que, por cierto, moriría muy poco tiempo después, poseedor de una riqueza material y paisajística inmensa. “Chile en el corazón” ha sido a lo largo de mi vida algo más que una bonita frase, y Augusto Pinochet, junto con Franco, los nombres y las caras del horror. Por eso, durante estos últimos años he asistido impaciente y esperanzado a las acciones legales que casi logran condenar a un hombre que me puso desgraciadamente, y con un océano de por medio, los pies en el suelo de una cierta desesperanza.

 Pero aquella lección me sirvió de revulsivo para comprender que el enemigo estaba ahí y no era fácil derrocarle.  Así las cosas, y después de aquel verano que comenzó con un secreto viaje a Asturias, con la victoria de Luis Ocaña en el Tour de Francia, y que terminó con la muerte violenta de Salvador Allende, comencé segundo curso de la carrera con las miras puestas ya con cierta claridad en continuar al año próximo matriculándome en alguna especialidad que estuviera centrada en el estudio de la lengua y la literatura españolas.  Sin embargo, como muchas otras veces me ha pasado, en realidad vivía una extraña doble vida. El universitario que paulatinamente se iba concienciando de la necesidad de un cambio social y político para nuestro país y para el mundo, coexistía con otro joven que no renunciaba a la camisa y la corbata, y que se pasaba los sábados y domingos por la tarde haciendo las tradicionales manitas con su novia en lugares frecuentados por la burguesía local.  

María Angeles y yo éramos una auténtica pareja convencional. Después de unos comienzos en los que me sentía profundamente enamorado de ella, y que se puede demostrar en infinidad de tiernas cartas que diariamente le escribía cuando nos teníamos que separar, por ejemplo, en los periodos veraniegos, una rutina insoportable se fue adueñando de una relación que tenía demasiada pinta de acabar incluso en matrimonio. Por las tardes acudía a buscarla al Colegio de las Carmelitas, de donde lógicamente salía vestida con el horroroso uniforme típico de colegiala, y dábamos un par de vueltas por el barrio o nos tomábamos alguna Coca-Cola en alguna cafetería cercana, preferentemente "Imperia", al principio de la calle General Mola, hoy Paseo de Sagasta. Pero los fines de semana eran de un aburrimiento insuperable. Como teníamos muchas horas por delante, y ella estaba empeñada en que nuestras citas fueran lo antes posible, frecuentemente nos pasábamos horas y horas en el bar del Hotel Goya, en el centro de la ciudad. Allí había unos inmensos sillones y sofás negros en donde nos refugiábamos para inventar juegos, cogernos de las manos y ver transcurrir el tiempo. 

Pero lo cierto es que aquella relación me aburría. Tanto que durante el verano de 1973 decidí hacer por mi cuenta y riesgo el primer viaje largo de mi vida, ocultándoselo a ella. Es decir, le fui moderadamente infiel.