Blogia

roberto zucco

Moscú (3)

Moscú (3)

La gente que nos dedicamos al teatro tenemos un gran respeto por la figura de Konstantin Stanislavski. Muchos no creen demasiado en lo que ha venido a llamarse su “método”. Incluso hay algunos que lo consideran superado y hasta peligroso. Pero otros creemos que en él están contenidos algunos de los hallazgos más importantes para comprender y practicar el arte de interpretar encima de un escenario.

  

En mi caso, al menos es así. Entiendo que muchas de las cosas que Stanislavski escribe son la consecuencia lógica de las circunstancias específicas de su tiempo. Por lo tanto, su aplicación actual es anacrónica y poco útil. Sin embargo, el meollo de su reflexión sigue vigente. ¿Cómo conseguir que un actor pueda incorporar y transmitir la sensación de vida real de su personaje encima del escenario, un lugar en donde paradójicamente es bastante difícil hacerlo? A partir de esa pregunta, Stanislavski elabora una serie de teorías en las que tiene en cuenta múltiples aspectos pero que podríamos dividir básicamente en dos. En primer lugar estaría la relación del actor consigo mismo: cómo entrenar el cuerpo y la mente para revivir y aprovechar adecuada e inteligentemente sus propias emociones y recuerdos. En segundo, la relación del actor con ese personaje que, en realidad, no es más que un montón de palabras a las que hay que dar una forma escénica en relación con otras y en relación a una acción dramática preestablecida desde fuera. Me he pasado muchos años de mi vida leyendo sus escritos, y he invertido mucho tiempo explicando a los que fueron mis alumnos mis propias conclusiones, intentando motivarles para sacar las suyas propias.

  

Por eso, sentí una emoción intensa en el momento en que entré en la casa en la que el maestro vivió durante sus últimos dieciocho años, desde 1920 hasta 1938, donde murió a los setenta y cinco, y en donde trabajó con sus alumnos/actores, especialmente cuando sus enfermedades le impedían salir a otro lugar. En esta casa/museo también se encuentran las dependencias de su mujer, la actriz María Lilina.

  

La mansión dieciochesca está situada en el centro de Moscú a escasos trescientos metros de la Plaza Roja. Se entra a la misma por una especie de patio interior y es necesario subir unos vetustos escalones de madera para llegar al primer piso. Allí nos recibe un hombre que nos advierte sobre la imposibilidad de hacer fotos a menos que se paguen cien rublos por cada una. La otra posibilidad es adquirir un folleto en donde todo está debidamente fotografiado.

  

En la entrada me llama la atención de manera especial una mesa de mármol blanco en donde el grupo realizaba su trabajo de análisis y reflexión sobre los textos dramáticos. Es muy interesante ver al lado el aula, una especie de pequeño teatro con unas sillas, un piano, y un sillón para el maestro en donde éste impartía sus clases. Pero lo más emocionante para mí fue penetrar en su cuarto de trabajo. Allí están, entre otros muebles y objetos, su librería y su escritorio de madera oscura en donde la dirección de la casa ha dejado unos papeles escritos de puño y letra por Stanislavski. A esta dependencia se entra por la mítica puerta que sirve para que sus alumnos comiencen a hacer adecuadamente sus improvisaciones y ejercicios y a la que se refiere una y mil veces en sus propios textos.

  

Cada una de estas dependencias nos fue mostrada por una persona diferente, todas ellas mujeres. Primero le explicaban a Nathalie de forma pormenorizada todos los detalles de las mismas, naturalmente en ruso, y, mientras, yo aprovechaba para leer una hoja mugrienta escrita en francés. Finalmente, mi amiga me hacía un perfecto resumen de lo que le acababan de contar.

  

De esa tarde en Moscú en casa de Stanislavski me acordaré siempre también de algunos pequeños detalles. En su cuarto de trabajo, además de un boceto escenográfico de Gordon Craig, un regalo de Isadora Duncan, etc, me llamó la atención por ejemplo una estatua de Don Quijote de la Mancha.

La tarde anterior, Nathalie y yo habíamos visto un espectáculo en el mítico Teatro del Arte de Moscú, el que fundara el propio Stanislavski con Nemirovich Danchenko en 1897. Allí vimos “La trilogía del dragón”, de varios autores y dirección de Robert Lepage dentro del Festival Chejov que se celebra habitualmente en verano. Excelente espectáculo, por cierto, en un lugar en donde el dramaturgo que da nombre al festival estrenara en 1898 de la mano de Stanislavski “La gaviota”, tal vez su texto teatral más emblemático y todo un manifiesto de intenciones estéticas por parte de ambos artistas.

Moscú (2)

Moscú (2)

Primera noche en Moscú y primera noche de insomnio, algo habitual en mí. Leo con atención pero escaso entusiasmo “La bruja de Portobello”, de Paulo Coelho, de quien no conocía nada hasta ahora. La habitación es grande y un poco destartalada. Amanece en Moscú, y desde mi ventana veo como se despierta esta gran ciudad.

  

Por la tarde quedo en la recepción del hotel con Ernesto, un ecuatoriano que vive y ha creado aquí su familia. Está casado con una chica rusa, tiene dos hijos varones de cinco y tres años y espera para Octubre un tercero. Ernesto me va a llevar y traer a partir de ese momento por Moscú.

  

Nos montamos en su coche y vamos en dirección a una parada de metro en donde hemos quedado con Nathalie que va a ser algo así como mi traductora y guía por la ciudad. Comenzamos a dar vueltas y vueltas por las autopistas que circundan la capital. En realidad no tenemos ninguna prisa excepto la de la cortesía de no llegar demasiado tarde.

  

Llegamos al lugar de la cita y nos encontramos con Nathalie, una chica sonriente, tímida y educada. Montados en el coche de Ernesto nos dirigimos hacia el centro y más en concreto hacia las inmediaciones de la Plaza Roja, el lugar que empezara a poblarse de comerciantes y artesanos a partir del siglo XII. Iván el Terrible ordenó tres siglos después despejar la zona de casas y demás construcciones para crear un espacio monumental que ha albergado las páginas más emblemáticas, triunfales y sangrientas, de este país. Conforme nos acercamos, el tráfico se va espesando, lo cual me permite contemplar con calma una ciudad peculiar, destartalada y bastante sucia, que intenta modernizarse incorporando bares, restaurantes y edificios homologables con los de cualquier otra ciudad europea. Al llegar nos despedimos de Ernesto y comenzamos a andar por la inmensidad de la plaza pasando primero por el fabuloso edificio rojizo del Museo de Historia.

  

Aquí está todo el esplendor de Moscú. Al fondo la conocida imagen de la Catedral de San Basilio perfila el confín de tamaña inmensidad. Este magnífico edificio fue también un encargo de Iván el Terrible para celebrar la toma de la fortaleza mongola de Kazán y fue terminado en 1561. Hago fotos, me hacen fotos. A la derecha queda el mausoleo de Lenin, cerrado y sin las colas que hace poco tiempo lo distinguían. El cadáver embalsamado del gobernante ruso, muerto en 1924, ha dejado de interesar a la gente, y corre un rumor de que en breve va a ser trasladado a otro lugar. Lo he leído y se lo cuento a Nathalie que me escucha sonriente con atención y una cierta indiferencia.

  

Paseo posterior por las inmediaciones. Entramos en GUM, los grandes almacenes que antes de la revolución era un punto neurálgico de comerciantes. Ahora ese estilo neoruso diseñado por Alexandr Pomerantsev a finales del siglo XIX, me recuerda enormemente las Galerias Lafayette, de París, y así se lo digo a Nathalie que también las conoce perfectamente. A esta chica todo lo que yo digo le parece bien y asiente sin aparente pasión. No sé mjuy bien si es una manera de manifestar su cortesía o es que le importa un pepino lo que yo pueda opinar de las cosas.

  

Después de una visita a los jardines que circundan el Kremlin, le propongo pasear por el Arbat, porque tengo un hambre de mil demonios e intuyo que allí habrá restaurantes. También le parece estupendo. Estamos a unos veinte minutos andando. El recorrido se me hace un poco largo porque me duele la rodilla, pero al fin nos metemos en la famosa calle, tal vez la que intenta parecerse más al ambiente de los grandes lugares de encuentro europeos, como la explanada de Boubourg, en París, la Plaza Mayor de Madrid o las ramblas de Barcelona. Aquí también cada cinco metros hay un mimo, o un señor que toca la guitarra.

  

Mis intuiciones se cumplen: hay restaurantes de todo tipo, pequeños y grandes, de comida rusa, oriental, italiana, etc. Nos sentamos en una pequeña terraza. Al lado se escucha una versión de “Yesterday”, de los Beatles, que me invita a decirle a mi hierática acompañante que todas las ciudades del mundo empiezan a parecerse bastante. Asiente. Pido una sopa, de cuyo nombre no me acuerdo, pero que está excelente, y unas costillas de cerdo. Ella cena una gran salchicha y bebe un vasito de vino tinto. Sonríe.

De pronto mira el reloj y me previene que falta muy poco para que cierren el metro. Pago la cuenta en metálico y nos vamos apresuradamente hacia la próxima estación de metro que es una maravilla. Niñita Jrushov y Lazar Kaganovich, cuando eran jóvenes comunistas, impulsaron a principios de los años treinta su nacimiento como escaparate mundial de las conquistas que el nuevo régimen iba a traer a la sociedad. Fue construido por voluntarios de la Liga Comunista y por soldados el Ejército rojo. Ahora, si no fuera por su belleza especial, sería una cloaca social, un lugar en el subterráneo de la gran ciudad en donde todo es posible.

Moscú (1)

Moscú (1)

El hotel Kosmos es un gigantesco edificio que alberga 1776 habitaciones y que fue inaugurado en 1980 con motivo de los juegos olímpicos. Desde la habitación 2512 en donde yo me alojo se percibe una magnífica vista de Moscú: el Jardín Botánico, la torre de la televisión, etc. Atardece. Delante de mí se expande una de las ciudades más grandes del mundo, una ciudad inabarcable, desmesurada, llena de maravillas, desdichas y de personas con pocas ganas de recibir a nadie, según se comprueba en todas partes. 

Acabo de llegar después de cinco horas de avión. En ese aparato de Aeroflot, y a pesar de que salio de Barajas (y en concreto desde la temida T4 en donde ya me han perdido dos veces la maleta), no se dijo por la megafonía interior ni una palabra de español durante ese periodo de tiempo. Esa va a ser, sin duda, la tónica de este viaje. Con mi precario inglés tuve que inventarme las respuestas a un cuestionario que las autoridades rusas han confeccionado para todos aquellos que pretendemos entrar en el país. Por otra parte, estos cuestionarios son idénticos de unos países a otros. 

El aeropuerto de Sheremetevo es vetusto y de medianas proporciones. La ceremonia habitual de recogida de las maletas que es tradicionalmente un coñazo, aquí tiene un punto suplementario de zozobra y ansiedad porque en ninguna de las cintas se puede leer la palabra Madrid. Sin embargo, por alguna razón la mayoría de los pasajeros están apostados en torno a la número 1 que en estos momentos descarga las maletas de un avión recién llegado de Viena. Coincido aquí con dos chicas canarias con las que compartimos número telefónico por si acaso. Esta curiosa solidaridad patria está basada siempre en el temor de que algo malo nos pueda suceder durante nuestra estancia. Ellas van a San Petesburgo dentro de unos días, y yo me voy a Belgorod, que es una ciudad que nadie conoce y a la que nadie va por lo visto sin una necesidad específica o profesional. Adelanto que no nos llamamos, por lo que deduzco que a ellas les fue bien y adelanto que a mí también, a pesar de ciertas molestias. 

Tengo hambre y bajo a la recepción del hotel. Es inmensa, con evidente imagen de gran hotel americano. Si no me alojo en un hotel pequeño y con cierto encanto, prefiero siempre hacerlo en este tipo de hoteles despersonalizados y feotes pero en donde sin dificultad encuentras todo lo que necesitas. Aquí hay cinco o seis restaurantes, abundantes tiendas, aunque la mayor parte de las mismas ofrecen los mismos productos turísticos, un par de establecimientos de cambio de moneda y, en la entrada, dos accesos muy iluminados: a un “night club” que debe estar abierto las veinticuatro horas del día, y a un casino al que se entra entre infinidad de máquinas tragaperras que a mí me recuerdan siempre aquella mítica canción de Pink Floyd. 

Busco un restaurante y me decido por un japonés que está completamente vacío. Pido la carta que está forrada en plástico transparente, como los libros de texto en el colegio, porque está gastada y sucia de tanto ser manejada. No sé en qué película se decía que hay que desconfiar de los restaurantes en donde los alimentos aparecen fotografiados, pero en esta ocasión la verdad es que agradezco esta circunstancia. Pido una especie de ensalada de pollo y una dorada al horno que finalmente solo me puedo comer una parte porque está excesivamente aderezada con picante. Bebo cerveza, algo que intento evitar desde hace días sin demasiado éxito. Mientras espero, escribo y leo algunos mensajes telefónicos. 

Al acabar me siento en uno de los cafés que están a ambos lados del mostrador de la recepción. Compruebo que todo está lleno de putas, como ya me había advertido un amigo que estuvo trabajando en la embajada española durante muchos años. La mayoría de estas chicas son altas, rubias, guapas y extremadamente delgadas. Ofrecen sus servicios de una forma discreta: “Sex o relax”, proponen sonrientes. Los miembros de la seguridad del hotel, omnipresentes por todas partes, ni las miran, atentos solo a todos los clientes que entran o salen por la enorme puerta que da a una plazota presidida por una enorme escultura que representa a Degaulle. Estos tipos son extremadamente antipáticos y, como pude comprobar personalmente, solicitan la acreditación de que estás alojado en el hotel tantas veces como intentas penetrar en la zona de los ascensores que dan acceso a las habitaciones. Es igual que te conozcan de vista o que hayas subido hace cinco minutos. Te la piden siempre de una forma imperativa, exenta de cualquier refinamiento. 

Al poco rato, compruebo que la recepción se ha quedado ya sin nadie. Yo termino de hablar por teléfono y decido irme a dormir después de beberme el gin tonic. Las putas se quedan solas, custodiadas por los tipos de seguridad, insomnes, malhumorados, antipáticos.  

Hasta mañana. 

Ahora sí

Ahora sí

Ahora sí.

He superado los problemas de intendencia.

He superado los problemas de pereza.

Necesito volver a escribir.

Me gustaría volver a ser leido.

Vuelvo ya. Desde mañana mismo.

Roberto Zucco.

Como decíamos ayer...

Como decíamos ayer...

Charles Péguy, el escritor católico y discípulo de Bergson, decía que no hay nada más viejo que el periódico de ayer, y que, sin embargo, Homero conservaba una especie de eterna juventud.

Es cierto. En el mundo de los blogs y de internet se podría decir que no hay nada menos actual que un blog no actualizado. Un blog en donde su titular no escribe es como si las hojas de otoño lo cubriesen a los pocos segundos. El cadáver de un blog se descompone rápidamente transmitiendo una acelerada y destructora sensación del paso del tiempo. Además, y esto me ha pasado a mí, provoca una sensación de abandono a quienes tenían la costumbre de frecuentarlo.

Estoy replanteandome el futuro de este blog. Diversas circunstancias han provocado su parálisis. Tal vez la más poderosa sea la más tonta de todas: hace meses que se estropeó el ordenador. Posteriormente me cambié de domicilio y el nuevo continúa embalado esperando una mesa en donde asentarse. Esta precariedad ha propiciado esta situación.

Y también hay otras razones personales. Entre ellas una cierta fatiga para escribir, además de la falta de tiempo para hacerlo.

Sin embargo, en breve tendréis noticias mías. Contemplo tres opciones: a) Dejar de escribir. b) Abrir un nuevo blog con otro perfil. c) Mantener el actual introduciendo nuevas secciones.

Lo estoy pensando. Lo pensaré hasta el día en que llegue la mesa, desembale el nuevo PC y alguien me conecte a internet. En ese momento decidiré.

Me acuerdo mucho de vosotros/as.

 Roberto.

Dos películas

Dos películas

He recuperado la costumbre de ver cine los domingos por la noche. La cultivé durante muchos años por aquello de que ese día y en la última sesión no hay prácticamente nadie en las salas de Zaragoza y supongo que de ninguna parte. En el cine, más que en ningún otro sitio, me molesta el ruido ajeno, ya sea el producido por comentarios, por risas a destiempo o masticaciones de palomitas. Esa es la razón por la que no me beneficié jamás de las ventajas y reducciones económicas del llamado día del espectador. En casa vemos mucho cine, prácticamente todos los días. Incluso somos adictos a las teleseries. Acabamos de ver en DVD nueve capítulos de la famosa y antiquísima serie “Colombo” que no me han parecido nada mal. Por cierto, uno de sus primeros capítulos, según he podido comprobar, estuvo dirigido por el mismísimo Steven Spielberg. 

Lo dicho. Isa y yo llevamos dos domingos seguidos perdiéndonos por salas semidesiertas en donde hemos tenido la suerte de ver seguidas dos magníficas aunque, sin duda, irregulares películas: “Diamantes de sangre” y “Babel”. 

La primera es una brillante película firmada por Edward Zwick, autor de una filmografía desigual y que está compuesta entre otros títulos por “El último samurai”, “Estado de sitio” o Leyendas de pasión”. Es tan brillante que a veces deslumbra demasiado y cae en la resolución facilona. He leido algunas críticas en donde se reflexiona sobre el procedimiento narrativo bastante frívolo que emplea el director para contar una historia extraordinariamente dramática. Puede que sea verdad. Sin embargo la película se convierte en una implacable y muy didáctica denuncia contra el tráfico de diamantes en el mundo, tráfico del que yo no tenía ni la más ligera idea del horror que ocasiona en los países que como Sierra Leona tienen la suerte o la desgracia de producirlos. A partir de la codicia de occidente, esos países terminan siendo pasto de sus propias corruptelas y de la crueldad de sus propios ejércitos y paraejércitos. Eso está estupendamente contado en la película, con un especial hincapié en el caso terrorífico de los “niños soldado”, entrenados para matar desde el primer momento.  

La otra es “Babel”, film estadounidense escrito por Guillermo Arriaga y dirigida por el mexicano Alejandro González Iñarritu, autor de esa discutible pero interesante película titulada “21 gramos” con Sean Penn, Charlotte Gainsbourg y Benicio del Toro y que a mí me gustó mucho. En esta se nos cuenta tres historias paralelas, engarzadas por la casualidad. Los protagonistas de las tres viven en tres lugares muy distantes y distintos del planeta peripecias y situaciones límites que alteran inesperadamente la placidez o la normalidad de sus vidas. Entre ellas existe un hilo de conexión más o menos explícito, más o menos casual. 

Ultimamente se hacen muchas películas así, a partir de un guión que va uniendo los destinos de personas diversas. Es un prodecimiento que el teatro ya utilizaba desde hace tiempo y que en España ha tenido en Sergi Belbell a uno de sus principales y últimos mantenedores aunque él lo copiaba directamente del Bernard Marie Koltés de “Muelle Oeste” o “Roberto Zucco”. Sin duda, la vida, nuestra vida es, como el bingo, interconexionada. Lo que nos sucede en Logroño puede estar ocasionado por algo que comenzó a suceder en Shangai y viceversa. Además de una consecuencia directa de la llamada globalización, esta interconexión ha existido siempre y es de naturaleza similar a lo que ocurre en los hormigueros a escala más pequeña. 

Ambas películas tienen denominadores comunes. Están bien contadas, mantienen un estimulante coqueteo entre lo inverosímil y lo coherente, aunque las dos se inclinan felizmente hacia el segundo de los lados. Creo que además muestran, entre otros, a dos buenos actores, Brad Pitt y Leonardo di Carpio, que parece como que han enderezado de buena manera sus respectivas carreras artísticas. El primero se ha convertido en un actor duro y polivalente, que sabe a pesar de su edad, incorporar elementos de introspección. Me gustó bastante en “Infiltrados”, de Scorsese y me pareció que ha madurado renunciando a tiempo a convertirse en lo que la industria hubiese deseado de él. Pitt es otra cosa. Siempre pensé que es un actor limitado, pero hay actores limitados que terminan siendo imprescindibles. En “Seven” hizo ya un papel creíble, y aquí está razonablemente sobrio y convinecente.

El sentido de este blog

El sentido de este blog

Estoy a punto de regresar a la normalidad, a la rutina. No hay perspectiva que me guste más, como ya saben los que me conocen. En esa normalidad rutinaria incluyo también lo de escribir y leer en mi blog y en los de los demás. Isabel ha regresado, algo desorientada y muy cansada porque sus últimas semanas en República Dominicana fueron agotadoras, pero feliz y contenta por estar aquí y por haber resuelto satisfactoriamente sus quehaceres. Vuelve a su segunda ciudad.

Hace un año en Zaragoza hacía un frío siberiano y ahora, para su sorpresa y para la mía, hace un tiempo casi primaveral. Con ella regresó también mi propia serenidad y esto tiene más de verdad que de metáfora audaz. Ahora todas mis alegrías y mis problemas están cerca, y esa corta distancia hace que las primeras sean más contundentes y la solución de los segundos más abarcable. Cuando escribí el post en el que anunciaba que nos habíamos casado en un pequeño juzgado de Las Terrenas, intentaba decir que a partir de ese momento nos constituíamos en pareja normal, es decir, expuesta a todos los peligros y vendavales pero, al mismo tiempo, concentrada en la vida misma, en las pequeñas conquistas diarias, en los pequeños problemas domésticos, en intentar ser felices, y no en ese estado de ansiedad en el que las personas nos instalamos cuando no controlamos el contorno de nuestras vidas, provocado, en nuestro caso, por la necesidad de que los pasaportes de ambos hablaran el mismo lenguaje.  

Eso es lo que somos ahora mismo: una pareja normal, integrada por dos individuos muy diferentes en algunos aspectos y extraordinariamente coincidentes en otros que quieren perderse entre la multitud. 

Murieron mis padres, la conocí a ella, y, además me ocurrieron otras cosas que alteraron por completo el ritmo de mis días. 2006 acabó, pues, con un balance agridulce, más agri que dulce, salpicado de enormes golpes y grandes momentos. Un “restaurante definitivo” fue el preámbulo de una relación peculiar y apasionada, que se mantuvo y se mantiene a pesar de los inconvenientes que encontró en su camino. Juntos supimos vencer esos inconvenientes, y ahora, sin ellos, nos hamos fortalecido e intentamos vivir con perspectiva, salud y cierta comodidad. Sencillamente. 

Esto es un anuncio. Roberto Zucco tiene previsto dejar de hablar de sí mismo y de sus circunstancias. Por lo menos de “él mismo ahora”. Sé que la página ha virado demasiado hacia la crónica personal en detrimento de ese perfil polémico que tuvo hace más de un año en donde lo importante eran las opiniones sobre cine, teatro, literatura y política, que fueron precisamente su origen. La vida tiene estas cosas: a veces prima algunos de sus aspectos y oscurece otros. Yo no he tenido ni tiempo ni ganas de hablar de teatro, por ejemplo, porque el dolor y la incertidumbre me acuciaban demasiado y la balanza se inclinó absolutamente hacia mi propia realidad. Pretendí ser sincero en la expresión de mis prioridades a costa seguramente de perder lectores por el camino. Sin embargo, me hicieron siempre buena compañía los que se quedaron, ahí fuera y al lado mío. 

Ojalá vuelva a producirse ese fenómeno de integración intelectual del que tan orgulloso me sentí en su momento. Yo apuesto por eso a partir de hoy mismo.  Ya puedo escribir de algo diferente a mi propia angustia.

Nou Camp

Nou Camp

Mi amigo Ambrose Chapel se ha dado cuenta, y así lo refleja en un comentario, que la riada de blogia se ha llevado por delante mi post "Camp Nou". Yo, la verdad sea dicha, no me había dado cuenta. He decidido volver a colgarlo. A ver cuánto dura.

Hace unos días estuve viendo un partido de futbol en el Camp Nou. Me gustaría reflejar en estas líneas las diferentes emociones que sentí en ese lugar absolutamente incomparable.

En primer lugar sentí esa emoción intensa, humanista y al mismo tiempo intelectual, de sentirme en el interior de un espacio arquitectónico sabiamente pensado por alguien para hacer posible algo: en este caso ver partidos de futbol, posibilitando la congregación de cien mil personas de una manera razonablemente confortable para la casi totalidad de las mismas, y haciendo perfectamente visible el acontecimiento. Es decir, la aplicación de unos conocimientos (los de los arquitectos Francesc Mitjans Miró y Josep Soteras Mauri) al servicio de unos objetivos prácticos concretos. Esa emoción es parecida a la que sentí atravesando por primera vez, y al atardecer, el puente de Brooklin, volviendo la mirada hacia Manhattan desde el centro. Pensé entonces: “los seres humanos somos una especie superior a las hormigas, porque sabemos hacer estas cosas…” Dicho de otra manera: me quedé nuevamente fascinado por la grandiosidad del lugar, y, al mismo tiempo, por su enorme belleza. Este magnífico campo nació de una necesidad: el fichaje de Ladislao Kubala en 1950 despertó una enorme expectación y dejó pequeño el campo de Les Corts. Entonces la directiva del equipo presidida por Agusti Montal decidió acometer la construcción de un nuevo estadio. Después de bastantes peripecias, la obra se inauguró el 24 de Septiembre de 1957 en el contexto de unas celebraciones variadas y que tuvieron también un componente cultural y ciudadano como no podía ser menos. En concreto y para la ocasión Josep María Sagarra presentó su famoso soneto “Blaugrana” y el compositor Adolf Cabané su himno, con letra de Josep Badía.

Pero en segundo lugar, allí vi ganar el otro día al Real Zaragoza. El Barça está regular, no hay duda, porque le faltan Ettó, Messi, etc, y porque la maquinaria ya no funciona tan engrasada y eficaz como antes. Da la sensación de que Ronaldiño anda crispado por su propia ineficacia, a Deco le pesan los pies y que Pujol derrocha facultades inútilmente viendo como se le cuelan los delanteros por el centro a su colega mexicano. Oleguer se ha convertido en una especie de segunda referencia, y si un jugador de estas características es una referencia en el Barcelona es que el equipo no está en su mejor momento... No sé, mal rollo, imagen de equipo en declive. Pero, por otra parte, el Zaragoza está muy bien, haciendo su partido, esperando el momento adecuado para el contragolpe, sólido en defensa, creativo en medio y resolutivo en la vanguardia. Verle ganar en el Nou Camp fue toda una satisfacción. El gol, en el minuto setenta de la segunda parte, supuso un mazazo para los anfitriones y para la hinchada local que a partir de ese instante comenzó a abandonar el estadio.

Pero lo tercero es para mí lo más emotivo. El Nou Camp es el lugar en donde mi padre y yo vimos un partido del Zaragoza hace más de treinta años. No había vuelto desde entonces, y su recuerdo me embargó durante todo el tiempo. Mi padre ha sido la persona que me ha iniciado en casi todo, y lo recuerdo enseñándome esta maravilla arquitectónica como quien enseña las pirámides de Egipto. En aquel partido el Zaragoza se adelantó en el marcador. Nos alegramos por lo bajo para no provocar reacciones airadas. Y un señor que teníamos delante nos miró de manera cómplice. Resultó que entre las cien mil personas nos habíamos sentado juntos tres zaragozanos, y, para más inri, este hombre había nacido en el mismo pueblo que mi padre. El Zaragoza terminó perdiendo por dos goles a uno.

Ay, papá… ¡Lo que hubieras disfrutado en esta ocasión en la que ni los árbitros, ni la mala suerte, ni el talento ajeno nos han conseguido arrebatar la victoria!.